inmigración | la frontera, a unas millas de cádiz

El arzobispo y el mediador

  • Los subsaharianos encuentran en Marruecos el primer muro de rechazo y segregación en su camino hacia Europa

  • La Delegación de Migraciones del Obispado de Tánger atiende a miles

Fátima y Musa, responsables de un restaurante senegalés en Tánger.

Fátima y Musa, responsables de un restaurante senegalés en Tánger. / reportaje gráfico: fito carreto

Desde muy temprano en esta mañana de lunes, ante la puerta de la cripta de la catedral de Tánger varias decenas de personas de piel negra se amontonan como pugnando por acceder a la entrada, que se hace estrecha. Al otro lado del postigo entreabierto, otro hombre intenta poner calma entre los que esperan. Los congregados hacen una desordenada cola porque ese día se reparten los turnos para la atención a los inmigrantes subsaharianos que, por miles, hacen de la ciudad norteña marroquí su estación de paso, su centro de espera para dar el salto hacia Europa, su destino. Saben que en la catedral, la Delegación de Migraciones de la Archidiócesis, alentada y creada por un arzobispo muy especial, el gallego Santiago Agrelo, les va a atender. La puerta de la cripta es para ellos la rendija más clara a la esperanza después de un inesperado choque contra la realidad en Marruecos, que les mantiene en la segregación, la pobreza y la explotación después de haber cargado con un sueño durante miles de kilómetros, desde sus lejanos países.

Ese día, también como cada lunes, Santiago Agrelo saldrá unas horas más tarde del convento franciscano en el que vive desde hace once años, se subirá a un coche lleno de material de ayuda humanitaria, alimentos, mantas, ropa, plásticos, y se dirigirá junto a un equipo de cinco voluntarios, en una mini caravana de vehículos, al bosque de Beljoune, en las cercanías de la frontera española de Ceuta. Allí, en las condiciones que se puede imaginar, se concentra una cantidad variable de subsaharianos ("Hay quien dice que 1.500, pero yo me pregunto de dónde sacan los medios esas cifras", nos dice Agrelo) con el único objetivo de pasar a Europa, de la manera que sea, y eso quiere decir como sea, en patera o tratando de saltar la desgarradora valla fronteriza.

El arzobispo y su equipo deben ser cautelosos, hay muchos controles en la carretera y a la Policía marroquí no siempre le gusta esta labor, sobre todo después de que algunos reportajes en diferentes medios desvelaran la manera en la que viven y la forma en que son tratados los inmigrantes. Por eso mismo, ya no es posible como antes entrar en los campamentos y hacer el reparto de esta ayuda allí. Ahora hay que usar un método casi de espionaje. Cuenta Inmaculada Gala, monja vedruna delegada de Migraciones de la archidiócesis e integrante del equipo que hace las entregas en el bosque, que hay que quedar con los líderes por teléfono en algún lugar de la carretera. Ese contacto lo realiza uno de los mediadores subsaharianos que la Delegación tiene contratados. Modu y Regis hacen esa labor. El teléfono de este último debe valer su peso en oro, si el valor de esa lista de contactos se pudiera medir en metal precioso.

Régis, camerunés que hizo un camino parecido y soñaba con jugar de futbolista en Marruecos, enseña a los periodistas su móvil mientras cuenta la mecánica: "Viajo todos los lunes con el obispo al bosque. Antes llamo al líder del campamento y nos citamos en un lugar, donde nos esperan escondidos, paramos, ellos salen corriendo, recogen los paquetes y se marchan igual de rápido". Son pocas las veces en las que el obispo no tiene que pelear con los policías que quieren impedir la entrega. "El obispo les dice: 'Son personas y merecen por lo menos comer', pero algún gendarme ha llegado a decirle que hay que dejarlos con hambre, para que así salgan antes al mar". "Es un obispo valiente ¿no? Pero a él lo respetan" comenta el periodista. "Sin duda que es valiente, pero si en vez de ser el obispo de Tánger y europeo, fuera negro y obispo de Costa de Marfil, no tengo tan claro que lo respetaran", replica.

Cuando dice esto, Régis está pensando en otra realidad: el racismo y la segregación que sufren los subsaharianos en Marruecos. "¡Los marroquíes no se creen africanos! -espeta- Y a los inmigrantes los tratan como a azhir [esclavos]. El primer gran choque que sufren los subsaharianos es ese, y se le une una gran sensación de falta de libertad, acrecentada por la religión oficial. Si no eres musulmán lo tienes difícil. Nosotros venimos de países que son más como Europa, en el sentido de que hay libertad religiosa, convivimos los cristianos, mayoría en Camerún y otros países de la región, con otras confesiones, sin problemas. El inmigrante sufre un gran trauma al llegar: nadie le da trabajo y se ve obligado a mendigar, es rechazado, la Policía lo arresta, no puede casarse con un musulmán, si no tiene dinero debe dormir en la calle o vivir en comunidades, el subsahariano se siente encerrado en una cárcel abierta".

Mohamed Amin ya está dentro de la cripta. Viene de Guinea Conakry y es uno de los alrededor de 7.000 subsaharianos que la Delegación de Migraciones de Tánger ha registrado y atendido desde su creación en 2011. Su nombre está en uno de esos tomos de color que anotan en papeles limpios y claros una realidad oscura y dramática. Amin es de los pocos que acceden, entre muchas reticencias a contar su historia y a que se fotografíe su rostro. Y su historia coincide con la de muchos otros: tiene 20 años y los estudios de bachillerato no acabados. Llegó a Tánger en noviembre pasado después de haber salido solo de su país en julio y, alternando los transportes que podía coger con la caminata por carreteras, atravesó Malí,de ahí pasó a Argelia y luego a Marruecos. Sostiene en sus manos unos papeles, que no son otra cosa que instancias de otros papeles. Pero aquí no ha encontrado nada que no sea "paro y hostigamiento". Dice jugar al fútbol muy bien y dibujar igual de estupendamente, y su objetivo es "llegar a Francia, donde tengo tres hermanos, pero si no, me da igual España o Alemania, pero tengo que pasar a Europa".

Otro hombre muy joven espera con la misma mirada resignada sentado en el murete del césped frente a la catedral. Con otro rollo plastificado de papeles en sus manos y la misma mirada en espera. "Me llamo Farel Kamha y tengo 28 años, vengo de Camerún, he llegado andando desde allí, atravesando Nigeria, Níger, Argelia, más de 2.600 kilómetros. Salí de mi país porque allí no hay trabajo, pero yo puedo hacer muchas cosas, soy electricista, puedo hacer de chófer, terminé la educación profesional". Como todos los que están ante esa puerta, su única idea es llegar a Europa. "¿Que cómo? como todos lo hacen, saliendo al mar, negociando el precio, que depende del barco y de la cantidad de gente que se junte, buscando el lugar donde embarcar, sorteando a los militares que siempre están en la orilla...". De momento, espera su oportunidad en una habitación de una pensión de Tánger que paga "como puede". Y para necesidades de comida y mantas acude a la catedral.

El impagable Régis es nuestro guía también para conocer la vida de los subsaharianos en Tánger. Recorre las calles de la medina con un maletín, parándose a cada tanto para saludar, escuchar una reclamación o atender una pregunta. Almorzamos arroz con pollo en el restaurante senegalés Chez Amy ("ya veis que aquí no entran marroquíes"), que todos conocen como Chez Kebe por su anterior responsable, un amigo de Régis que ahora está viviendo en Suecia. Amy se fue en patera con su hija, y el negocio está ahora en manos de Fátima y Marie Claude, dos senegalesas que han alquilado una partición mínima al café contiguo, y que atienden sonrientes a sus clientes. "De momento", están enTánger.

La casi imposibilidad de que ese "de momento" se convierta en estancia estable es, para la Delegación de Migraciones, la causa de que los subsaharianos se embarquen hacia Europa. Régis: "Si la gente pudiera integrarse aquí no tendría ese ánimo ciego de lanzarse al mar y arriesgar sus vidas. Si se monta en patera para remar en una noche de temporal es porque detrás no deja nada".

Nada es lo que tienen Musa y Sara. En su nada de habitación al final de una escalera oscura se amontonan dos colchonetas, y un par de mantas. Dos móviles cuelgan de los cargadores, y pegados a las paredes sobre el suelo están algunos cacharros, un infernillo de gas y provisiones. Salón, dormitorio, cocina, comedor y vestidor, con un mínimo ropero empotrado, en algo más de un metro por tres. El aseo y el agua están fuera, y son comunitarios. Deben pagar cada uno 500 dirhams (unos 50 euros) al mes por ese cuarto. El guineano Musa acogió a su compatriota Sara cuando se la encontró abandonada en la calle, pero ahora ésta no tiene dinero para el alquiler. Régis acude a la casa (una de sus funciones) para evaluar la petición que ella hace al obispado de que le abone el alquiler.

"Voy a recomendar al equipo de evaluación, que se reúne una vez por semana, que se le pague a esta mujer el alquiler y una ayuda para la comida -nos dice-. El caso está claro, si a una mujer sola y sin dinero en la calle no se le ayuda puede tener enfermedades, caer en la prostitución... Hay que echarle una mano para que pueda seguir. Y aunque no lo creáis, este cuarto que habéis visto no es de lo peor. Sííí... tiene un buen precio. Y no huele mal. La gente aquí se aprovecha de la necesidad".

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios