juicio por el doble crimen de almonte | primera semana

La tragedia de las víctimas

  • El crimen ha dejado un reguero de corazones rotos, pero los auténticos damnificados tienen nombre propio: María y Miguel Ángel

La pérdida violenta de la vida no debe compararse nunca, bajo ninguna circunstancia, con la pérdida de cualquier otro derecho fundamental habido o por haber. Nada hay comparable. Nada equiparable a que María Domínguez, de ocho años, tuviera que ver cómo un desalmado asesino causaba todo el dolor posible a su padre (47 puñaladas) antes de arrebatarle definitivamente el aliento. Nada equiparable al miedo, al terror más absoluto y extremo que esa pequeña zurda de ojos negros tuvo que vivir el 27 de abril de 2013 cuando escapó como pudo de la habitación de matrimonio mientras su padre, su héroe, era derrotado para siempre.

No hay nada que se pueda comparar, por más que se empeñe nadie, con el pánico que debió sentir esa cría recorriendo el pasillo inundado de sangre, abriendo el cajón de la cocina y cogiendo un cuchillo antes de refugiarse en su cuarto de paredes rosas, donde el malvado que ya había rematado al bueno de Miguel Ángel -quien pereció sin saber qué fue de su niña- fue a por ella, a matarla, a negarle la oportunidad de un futuro lleno de experiencias a base de 104 puñaladas. "Fue a hacer daño", escuchamos el martes en la sala de boca de uno de los guardias civiles que hizo la primera inspección ocular.

Y si hay algo que pudiera asemejarse a lo que padecieron Miguel Ángel y María, aunque repito que no hay nada comparable, eso es el dolor de los vivos, de los que no tienen más remedio que conformarse con perfumar con flores los nombres escritos en las gélidas lápidas del cementerio.

La principal es Marianela Olmedo, una madre "muerta en vida" que sufrió dos golpes que la dejaron noqueada y de los que procura recuperarse a base de terapias: primero el de la pérdida irreparable (el día de última sabatina rociera de 2013) de su todavía marido y de la reina de su casa; y después, el 24 de junio de 2014, el de la detención de su novio (antes amante), Francisco Javier Medina, su auténtico apoyo en aquellos 14 meses en los que apenas quería ni podía levantarse de la cama. No hay que perder la perspectiva. En la sala se han escuchado, incluso, algunos ataques y argumentos machistas contra Olmedo que me niego (como buena parte de mis compañeros) a repetir y que la propia presidenta del tribunal, la magistrada Carmen Orland, se ha encargado de cortar de raíz con autoridad. Lamentable escuchar ciertas cosas en pleno siglo XXI.

Pero también tenemos entre las víctimas a una abuela, María Espinosa, tan valiente que está dispuesta a escuchar (pañuelo en mano) lo que sea preciso porque necesita estar presente en el plenario en el que espera que se les haga justicia a sus dos niños bonitos. Y a su marido, Antonio Domínguez, al que ni acusación ni defensa quisieron meter el dedo en la llaga para no herirlo más, quien recordó que alguien le espetó en el campo que su hijo había matado a su nieta. Inconcebible. Y sin paños calientes. Un alarde de tacto por parte del heraldo de turno.

Las partes sí hicieron lo propio con Mariano Olmedo, el abuelo materno, que estuvo al borde del ataque de nervios durante su declaración y no podía parar de sollozar mientras explicaba ante el jurado el dantesco escenario con el que se topó el 29 de abril de 2013 en la avenida de los Reyes. Por más que muchos se hayan empeñado en desacreditarlo por contar alegremente in situ y en un programa de televisión (que, por cierto, se quedó sin acreditación para el juicio por haber emitido imágenes del jurado popular) cómo fue el macabro hallazgo.

Nadie debe restar ni un ápice de dolor al impacto que debió llevarse ese hombre de carácter asilvestrado, a la tremenda conmoción que nos llevaríamos cada uno de nosotros si los que yacieran inertes sobre el suelo frío fueran nuestros seres queridos. Que nadie pierda la perspectiva. El hombre nos sorprendió además con una de las frases más destacables del juicio contra Fran Medina: "Dentro de mí lo sabía, nunca pronunciaba el nombre de mi niña ni de su padre, nunca dijo pobrecitos; yo le decía a mi mujer: a éste no le corre sangre".

Su mujer, la otra abuela de la pequeñita María, Rosario Martínez, certificó que el acusado ejercía un control férreo sobre su hija Marianela y que, tras los asesinatos, Medina se empeñó en ocupar el lugar de Miguel Ángel, "pero el sitio de Miguel Ángel no lo ocupa nadie en mi casa". Su otra hija, Chari Olmedo, abundó también en los malos tratos psicológicos que a su juicio padecía una Marianela enredada en la tela de araña de amor y odio de Medina, quien conquistó su corazón con sus ojos azules cuando ella se desenamoró de su esposo.

Permítanme que destaque como víctima del doble crimen de Almonte a Aníbal Domínguez. Perdió a su único hermano. Perdió a su sobrina. Y nunca ha perdido el aliento. Ni la compostura (difícil tarea). Los psicólogos, de hecho, ya le han advertido: cuando llegue la calma, cuando acabe el juicio y permita que las emociones lo invadan, llegará su auténtica caída, el desplome emocional que todavía no se ha permitido concederse.

Él se ha erigido no sólo en portavoz público de la familia en las últimas semanas. Sino que también ha estado siempre al pie del cañón, mano a mano desde el inicio con los agentes de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil que investigaron el caso, buscando al autor de los hechos, contratando al abogado, Gustavo Arduán, y luego a peritos tan relevantes como Juan Hellín. Después de más de cuatro años esperando al juicio, la defensa lo ha citado como testigo y lo ha apartado de la vista oral de un plumazo. No ha podido estar esta semana en la sala. No podrá estar hasta que declare. Él entiende que es una estrategia "porque Medina no quiere verme ahí, le incomodo". Lo conocía bien. Había sido su jefe en el supermercado que parece estar en el epicentro de todo, como el hilo conductor que vertebra a los protagonistas del caso.

Pero además de los familiares y amigos de las víctimas directas de este crimen atroz, en el que sobraron puñaladas y faltó humanidad, hay otras colaterales: los que creen ciegamente en Medina. Sus padres y hermanos, que asisten cada día a la Alameda Sundheim para verlo bajar esposado del furgón de la Policía Nacional que lo traslada del centro penitenciario de La Ribera hasta el Palacio de Justicia, para decirle que lo quieren mucho, que confían en él. Sus familiares más cercanos se han empeñado hasta el tuétano para sufragar honorarios de juristas y peritos. Y no han desfallecido pese a lo que hemos escuchado de la boca de testigos e investigadores en la sala esta semana. Su confianza en Fran, en su inocencia, no se les resquebraja. No hemos escuchado sus voces porque no quieren hablar en público hasta después del juicio. Impera la ley del silencio.

Es inconcebible para cualquier ser humano, a poco de corazón que tenga bajo el pecho, imaginar cómo una persona, un igual, es capaz de cometer tal atrocidad, un acto tan vil y bárbaro como el del número 3 de la avenida de los Reyes. Todavía más difícil sería digerir que el autor sea tu hijo, tu hermano, tu primo, tu sobrino, tu amigo. Pónganse en la piel.

No entraré, dios me libre, a sopesar si el joven almonteño de 33 años es culpable o no de los delitos que se le atribuyen. Ésa es la ardua tarea del jurado popular. Tampoco me toca valorar si es conveniente o no que Medina entre y salga de la sede de la Audiencia Provincial lanzando besos a los suyos mientras lo vitorean. Cada familia soporta una cruz, traga saliva.

Lo que sí que no podemos olvidar es que todavía Fran Medina no ha sido condenado. Y que si es o no una víctima del sistema lo decidirá el tribunal del jurado. Tiene derecho a una defensa justa y efectiva. A un juicio en la sala, no en la calle. La presunción de inocencia debe ir por delante, siempre.

Pero, repito, no perdamos la perspectiva. Este reguero de víctimas colaterales sigue vivo. María no. Miguel Ángel no. Y han dejado huérfanos los corazones de los suyos, que no volverán a verlos sonreír y a compartir tiempo y espacio con ellos. Padre e hija, hija y padre, se han quedado sin futuro. Sean sensatos también: ningún derecho está por encima del derecho a la vida. A ellos se lo arrebataron vilmente. Que la Justicia (más vale tarde que nunca) les haga justicia.

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