Cuando un personaje de relevancia pública muere y leemos en su obituario que "falleció tras una larga enfermedad", la mayoría podemos intuir, o especular, con que el motivo de la muerte ha sido un cáncer. Cáncer es una palabra maldita, como muerte, por eso Los Goonies nunca decían "muerte", en esa película de culto de los años 80, dirigida por Spielberg. Y claro, para esconder la muerte la llenamos de eufemismos o segundas intenciones: irse al otro barrio, criar malvas, en lenguaje popular, o deceso, éxitus u óbito en lenguaje más aséptico. Sí, es inevitable hablar de cáncer y de muerte a la vez, porque no deja de ser una enfermedad grave, cuyo diagnóstico inicia una carrera de obstáculos y contrarreloj contra la muerte.

Poner nombre, cara y luz es el primer paso para asumir y normalizar, tanto en el plano personal como general. Si no se esconde y se reconoce con naturalidad, podemos ganar la primera batalla: la del prejuicio. Después, hay otra batalla, que es más social y que nos implica a todos: ir en busca de aquellos factores de riesgo que afectan a la aparición de los cánceres más comunes. La alimentación juega un papel fundamental y eso exige una protección, y conciencia de control, de todos los actores que entran en juego en esa cadena de intereses. Los factores ambientales, como el aire o la calidad del agua, también deben ser motivo de empecinamiento de vigilancia y mejora. Y, por último, el diagnóstico y tratamiento previo.

Al estilo de la medicina china, donde el fin del médico es mantenerte sano y no curarte cuando enfermas, es fundamental y tremendamente menos costoso, invertir en pruebas diagnósticas, revisiones y exploraciones, que anticipen y predeterminen determinados condicionantes que puedan dar lugar al cáncer posteriormente, mucho antes de llegar a la extirpación o la quimioterapia.

Pero más allá de todo lo dicho, que entiendo es razonable, me queda dentro una inconformidad (para nada científica, ya lo sé, ni lo pretendo) que acerca al cáncer a un hartazgo del cuerpo que responde desproporcionadamente a todo lo que fue tragando, física y emocionalmente, a lo largo de su vida. Una especie de Día de furia, como la película de Joel Schumacher. Por eso es tan importante escuchar y escucharse, mirar dentro y darnos lo que realmente necesitamos, en ese equilibrio que antepone lo suficiente a lo excesivo, tan propio de estos tiempos.

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