Crítica 'La invención de Hugo'

El fabuloso nacimiento de la máquina de contar historias

La invención de Hugo. Aventuras/Infantil, EE UU, 2011, 126 min. Dirección: Martin Scorsese. Guión: John Logan. Intérpretes: Asa Butterfield, Chloë Moretz, Jude Law, Ben Kingsley, Sacha Baron Cohen, Ray Winstone, Christopher Lee. Fotografía: Robert Richardson. Música: Howard Shore.

Si el 3D es el futuro de un cine concebido como espectáculo y asombro, Martin Scorsese ha tenido la idea genial -basándose con fidelidad en un libro infantil de Brian Selznik (hasta el apellido del escritor tiene un eco cinéfilo)- de viajar hasta el origen del asombro cinematográfico: la figura y las películas de Georges Méliès. Y con él -desde los Lumière a Feuillade- los pioneros que a partir de ese artefacto llamado cinematógrafo crearon la industria, el espectáculo y el arte al que llamamos cine.

Puede parecer que una superproducción en 3D, de carácter familiar y temática fantástico-cinéfila, no encaja en el universo de Scorsese. No es así. Toda su filmografía, como las de sus compañeros de generación, está llena de referencias a sus preferencias cinéfilas. Llamó a Bernard Herrmann -el músico de Welles y Hitchcock- para Taxi Driver. Homenajeó a Donen en Nueva York, Nueva York. Filmó Toro salvaje en blanco y negro. Rodó una continuación de El buscavidas de Rossen con El color del dinero. Dirigió un episodio de la serie clásica Amazing Stories revivida por Spielberg. Homenajeó a Jerry Lewis en El rey de la comedia. Utilizó la música de Delerue para Le mepris de Godard en Casino. Y además ha producido o dirigido documentales sobre Val Lewton, Elia Kazan, el cine italiano o el cine norteamericano. Nada de extraño tiene, pues, que se lance al cine familiar de fantasía -con ecos que van desde Disney hasta Zemeckis y Spielberg- uniendo la nueva magia tridimensional con la recreación del origen del truco y el espectáculo cinematográfico, recreando las filmaciones de Méliès y homenajeando a su figura.

Es genial la idea de relacionar a Hugo, el niño protagonista, un huérfano que vive oculto en las maquinarias de los relojes de la estación de Montparnasse, con el pionero del cine George Méliès quien, tras arruinarse y tener que vender su estudio, regentaba junto a su mujer una modesta tiendecita de chucherías y juguetes en dicha estación, donde, como si se tratara de un increíble final feliz, fue reconocido por un periodista y crítico cinematográfico que lo rescatará del olvido (episodio que Scorsese reconstruye).

En la ficción de esta película Méliès descubre casualmente que el niño trabaja en la restauración de un antiguo autómata creado por él. De esta casualidad nace esta maravillosa aventura que homenajea a la vida y al cine como si fueran la misma cosa. Con citas que van de Chaplin a Harold Lloyd o de Clair a Tati. Con reconstrucciones de las primeras sesiones del cinematógrafo. Con la recreación de los artesanales rodajes de Méliès y su invención del montaje como fuente de trucos. Y todo ello sin erudición ni pedantería, con la emoción con la que se habla de lo que se ama, con el agradecimiento hacia lo que ha ayudado a vivir. Incluyendo también en este homenaje a los libros primeros y fundacionales, por ello largos compañeros de vida, de Stevenson, Verne, Dickens o Robin Hood.

Así trata Scorsese la historia del cine en esta película que lo resucita a él mismo como gran realizador tras un prolongado decaimiento. Emocionante, divertida y espectacular para todos los públicos; a la vez que de carácter casi ensayístico en su reflexión poética sobre los orígenes y la esencia del cine. Y no uso la palabra poética gratuitamente: la historia que, mediada la película, se abre con el mágico vuelo de los dibujos que servían a Méliès para preparar sus películas es un sincero y serio canto de amor al cine.

La intuitiva interpretación del niño Asa Butterfield (descubierto por El niño con el pijama de rayas) es conmovedora. Vivaracha, que escribiría un crítico de la época, la actuación de la pequeña Chloë Moretz. La creación de Ben Kingsley como Méliès es portentosa. Conmueve el retrato del viejo Méliès perseguido por los fantasmas de su antigua grandeza. Sólo la escena de su llanto sobre los bocetos de sus viejas películas merecería nuestras cinco estrellas. Falla en cambio Sacha Baron Cohen como el malo, el policía de la estación, con una interpretación sosa a la vez que sobreactuada. Importante error de reparto porque ya se sabe lo importante que es un buen malo. En parte redimido por el grandioso papel de bueno -el librero- que hace un malo histórico: Christopher Lee.

Howard Shore, llevado por la misma ola de nostalgia inspiradora y creativa, compone una delicada y extensa partitura en la que resuenan los ecos de los maestros de la música de cine francesa Joseph Kosma, Maurice Jaubert, Jean Wiener, Alain Romans (el de Mi tío de Tati) y de Maurice Jarre. El único problema es que a este perfecto mecanismo de integración en una historia de tantas historias que el cine ha contado (incluyendo su propia historia) podría, tal vez, faltarle alma. Sólo tal vez.

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