De libros

Ser la llama azul en mitad de lo oscuro

  • Ana María Matute no dejó de defender la vigencia de la ternura y la fantasía como recursos para hacer frente a la cruedad del mundo

Esto es algo personal, y espero que ustedes lo entiendan. Uno siente afinidad por ciertos creadores, los sigue, los persigue, los mira de reojo, incluso. Si un día son premiados, o si entran en la timba oscura, se ve empujado a recordarlos, privadamente; o le piden a uno que los rememore, públicamente.

Este caso no es del todo así. Verán: yo no tengo en la memoria a una abuela que me contara cuentos. Era ella quien me los contaba. Ana María Matute escribía para mí -déjenme ser licenciosa: la fecha lo merece-. Me escribía. Describía, en primer lugar, el mundo, el mundo en crudo, el mundo como es, con su digestión dificultosa. De tanto en tanto, te lo envolvía en muselinas. Cayeron en mis manos, en orden de lectora aplicada, Pequeño teatro, Los niños tontos, Las luciérnagas. Muchos de los títulos que Ana María Matute escribió para tratar de explicarse esa tremenda brecha humana que no entendía.

En todo lo que narraba, la Matute estaba detrás, en efecto, al otro lado del cuento, diciendo: "No te digo nada que no sepas", "No te digo nada que no veas", "Ten cuidado con el lobo ahí fuera", "Me gustaría poder decirte que los duendes no existen, pero no es así". Porque la fantasía aleteaba, hiperventilaba, guiñaba en sus textos.

Ya de mayor, con sus muchos 13 años a cuestas, era capaz de ver los prejuicios, las cortedades de miras y las ortopedias gustosas, y de reírse a su costa. Al fin y al cabo, corredora de fondo, la Matute había terminado ganando su batalla. Pero en su momento debió sentirse algo escorada: la ternura hace digestible este holocausto en el que nos empeñamos, subrayaban sus palabras. Y la fantasía, queridos míos, la fantasía es el arma mágica. La capacidad de imaginar es lo que nos salva. Ese era, ese es, al cabo, su mensaje. Entre miríadas de señores serios "con bigote" y palabras también muy serias, no pocas veces se sentía, afirmaba, como "Blancanieves entre los cuarenta ladrones".

Nadie logró disuadirla, sin embargo: nadie consiguió que dejara de creer que la fantasía, las palabras, las evocaciones, pueden salvar vidas. Y como prueba, debía de pensar, estaba la suya propia: "Si no hubiera podido participar del mundo de los cuentos, si no hubiera podido crear mi propio mundo, simplemente, me habría muerto", declaró en más de una ocasión.

El gran consuelo que era la fantasía rompió diques con Olvidado Rey Gudú. El volumen fue lo primero que Ana María Matute publicó, de hecho, tras atravesar la gran nada: la tremenda depresión que la dejó prácticamente sin palabras durante dieciocho años. La Matute podía hablar de primera mano sobre el tremendo poder succionador de la oscuridad.

A Gudú la precedía una fama mítica: esa misteriosa novela inacabada que Ana María Matute arrastraba, montones y montones de papeles manoseados, de un lado a otro de la casa.

Fue la iniciativa de Carmen Balcells la que procuró que ambos, libro y autora, volvieran al exterior. Olvidado Rey Gudú, ese delicado homenaje a los universos que nos han habitado de niños, devolvió a la reina Matute al mundo de las letras. Al mundo, en fin, de los vivos. Gudú es el libro, además, que siempre quiso escribir. La historia que hubiera querido contarle a la cría -una cría rara, sí, menos mal- que tartamudeaba y batía palmas en secreto cuando la castigaban en el cuarto oscuro.

Por si Olvidado Rey Gudú no fuera suficiente, Ana María Matute abundó en su condición de vindicadora absoluta de la fantasía durante su discurso de ingreso en la RAE: "No desdeñemos tanto la fantasía, no desdeñemos tanto la imaginación, cuando nos sorprenden brotando de las páginas de un libro trasgos, duendes, criaturas del subsuelo -les decía la abuela, muy seria, a los serios señores que la escuchaban tomar posesión de su asiento-. Tenemos que pensar que, de alguna manera aquellos seres fueron una parte muy importante de la vida de hombres y mujeres que pisaron reciamente sobre el suelo y que hicieron frente a la brutalidad y a la maldad del mundo gracias al cultivo de una espiritualidad que les llevó a creer en todo: en el rey, en los fantasmas, en Dios, en el diablo...".

En el mismo discurso, Ana María Matute recoge ese momento que terminó comprándola para siempre, que cogió su esencia para transformarla en lo que era. Y ese momento fue, los numerosos nietos que nos hemos dedicado a escuchar a sus pies lo sabemos bien, el instante del destello azul. Entre las sombras, la niña Ana María se palpa en el bolsillo un terrón de azúcar. Lo saca, lo parte en dos y ve "brotar de él, en la oscuridad, una chispita azul. No podría explicar hasta dónde me llevó esa chispita -contaba-. Sólo sé que todavía puedo entrar en la luz de aquel instante y verla crecer. Es eso lo que me ocurre cuando escribo".

Ahora, ella es la llama azul.

El hada azul.

O tal vez lo haya sido siempre.

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