Opinión

El mundo por dentro

EN una de sus últimas novelas, Aquella edad inolvidable, Ramiro Pinilla pone a uno de sus personajes, futbolista malogrado, a trabajar ensobrando estampas de Blancanieves y de jugadores de la liga. Entre aquellas estampas de futbolistas todavía figuraba él, antes de que una lesión lo apartara del césped y lo llevara, por la inclinada senda del infortunio, a la pobreza y el olvido. Luego hemos sabido que el propio Pinilla, en los días de su juventud, era quien ensobraba aquellos cromos de Blancanieves, y quien escribía para la empresa los breves textos que figuraban al dorso. También supimos entonces que la misma empresa lo despidió cuando le concedieron el Nadal, por no dedicarse plenamente al oficio.

Quiere decirse con esto que el escritor utiliza diversos materiales de acarreo para construir su obra. Probablemente, hay poco de Souto Menaya, joven promesa del Atlethic, en Ramiro Pinilla. Y, sin embargo, es el Pinilla escritor quien, con los sedimentos de la propia vida, fue capaz de infundir una vida vicaria, una existencia libresca, a sus invenciones. Por otra parte, parece que la timidez de Pinilla, junto con los azares del mundo editorial, le condujeron a un apartamiento que, en cierto modo, fue deliberado (no en vano, su casa de Getxo se llama Walden, en homenaje a la novela del ácrata nortemericano Henry David Thoreau). Y es esta vida apartada, rural, ese microcosmo, en absoluto idílico, del agro vascuence, el que aparecerá retratado en su vasta trilogía, Verdes valles, colinas rojas, con cuya tercera parte, Las cenizas del hierro, obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Narrativa. En esta larga saga, que abarca desde finales del XIX a la segunda mitad del XX, es la corpulencia del nacionalismo y su espectral influjo, junto con la penuria de la minería, soportada por los maketos, lo que se dibuja. También el espesor granítico de una España que se dijo victoriosa y que, no obstante, se hallaba en la postración y la incuria. Esa misma España, y la abyección que la hizo posible, es la que aflora en la última de sus novelas, Cadáveres en la playa, publicada hace unos días, y en la que vuelve a aparecer el detective y librero Samuel Esparta. Con el flujo y el reflujo del mar, será el pasado, y su cenefa de muertos, el que regrese a la orilla de Guecho.

Podríamos decir que Ramiro Pinilla, escritor secreto y caudaloso, quiso ser un Faulkner entibiado por la brisa del Cantábrico, sin la llama levítica en la que se ardieron y se consumieron los habitantes de Yoknapatawpha. Descanse en paz el habitante de Walden. Que la verde tierra natal, largamente contada, le sea propicia.

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