Cultura

Los árboles y el bosque

  • Alain Finkielkraut publica un ensayo desolador y de enorme interés, incluso en sus errores y torpezas, sobre la democracia y la identidad.

La identidad desdichada. Alain Finkielkraut. Alain Finkielkraut. Trad. Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños. Alianza. Madrid, 2014. 208 páginas. 16 euros.

Libro desolador y desolado, La identidad desdichada principia por un concepto equívoco (la identidad), y acaba en una ambigua asimilación con la que es difícil estar de acuerdo: la asimilación de la democracia con la opinión, con el criterio, de la masa. Quiere decirse, pues, que este es un libro de combate donde Finkielkraut aborda cuestiones de indudable urgencia para su país, y donde el raciocinio, donde la especulación, donde el firme argumentario del intelectual, tan notable y preciso en Finkielkraut, parece haberse visto doblegado, en parte, por dicha urgencia. Tales cuestiones no son otras que la identidad, el multiculturalismo, el laicismo, la era digital y el estrepitoso fracaso de la educación en la República francesa. Fracaso que el pensador francés deriva de las revueltas de Mayo del 68 ("debajo de los adoquines está la playa", etcétera), y cuya consecuencia más obvia, a su juicio, es el descrédito del profesorado y la emergencia del alumno como nuevo Catón, ayuno de conocimientos y henchido de vacuidad y orgullo.

Insisto en que La identidad desdichada es un libro de enorme interés, lleno de finas apreciaciones, cuya importancia reside, sin embargo, no en lo que Finkielkraut dice, sino en aquello que es incapaz de ver (los árboles ocultando el bosque), quizá por una cercanía excesiva a la tradición francesa. Así pues, las diversas consideraciones de Finkielkraut en torno a la prohibición del velo islámico (prohibición escolar con la que, naturalmente, está de acuerdo), así como a las diversas identidades integradas en Francia, terminan en una suerte de búsqueda de la identidad francesa, que apela tanto a las viejas familias, a las tradiciones seculares de la "dulce Francia", como al concepto de cultura que deriva de la conferencia impartida por Lévi-Strauss en la Unesco en 1952, y que llevaba por título Raza e Historia. No obstante, tal argumentación podría rebatirse bajo dos aspectos. Por un lado, basta recordar que la multiculturalidad, que las numerosas "identidades" que hoy pueblan Francia, tienen el límite inexcusable de la ley y el derecho de ciudadanía francés. Ésa es la única identidad posible, y el más alto logro de Francia para la Historia del mundo. El resto de consideraciones etnográficas y el abundante folclorismo sentimental que hoy nos asola, no pueden ser sino una manifestación que en ningún caso exceda tales limitaciones. Por otra parte, las juiciosas consideraciones de Lévi-Strauss en torno a la cultura, la Historia, etcétera, deben ser vistas -y Finkielkraut parece no verlo- a la luz de lo que el antropólogo escribirá tres años más tarde en sus Tristes trópicos. Allí postula una masiva islamización de Francia como antídoto a su herencia colonial, así como una conversión universal al budismo, como único modo de pacificar un mundo en armas (dos décadas más tarde, un extraordinario pensador como Foucault haría el elogio de la tiranía de Jomeini frente a una podrida y coercitiva República francesa; elogio del que luego se arrepintió, todo hay que decirlo).

Con esto quiere significarse que Alain Finkielkraut, magnífico producto del laicismo francés, aún se ve entorpecido por las categorías, por los gravámenes e impedimentas que él mismo confiesa al comienzo del libro. Cuando el Mayo francés amenazó el Estado que lo hacía posible, Finkielkraut comprendió que el orden republicano no era el enemigo, sino la única salvaguarda de sus libertades (libertades que se fundamentan en la educación, en la cultura, en la promoción del talento, y en todo aquello que nos separa, vagamente, de los cuadrúpedos). Por eso mismo no se comprende que, en las últimas páginas del libro, Finkielkraut equipare, de modo asombroso, la democracia con la opinión general de las masas. Finkielkraut, que ha escrito páginas luminosas y definitivas sobre el nazismo, conoce sobradamente que la unanimidad es el privilegio -el aciago privilegio- de los sueños identitarios y de los totalitarismos del XX. La democracia, más modestamente, nos permite el derecho a disentir. Por ejemplo, a disentir de la identidad. A recordar que no existe. También a darle su parte de razón a las juventudes del 68. Bajo los adoquines, ay, no estaba la playa soñada; con mayor probabilidad, está el Neolítico.

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