Cultura

Una sombra en la noche

  • El escritor sevillano Fernando García Calderón propone una ingeniosa intriga literaria en torno a la inacabable fascinación por Jack el Destripador.

Yo también fui Jack el Destripador. Fernando García Calderón. Ediciones del Viento. La Coruña, 2015. 384 páginas. 20 euros.

A nadie se le escapa el interés que ha despertado la figura de Jack el Destripador, desde que se diera a conocer sus habilidades en el otoño de 1888. Un interés que ha dado pie a numerosas especulaciones y cuya anónima maestría ha prefigurado, de modo perdurable, la imagen y el arquetipo del asesino en serie. No es extraño, por tanto, que alguien escriba una novela sobre el Destripador. El misterio que envuelve aquellos crímenes ha propiciado millares de volúmenes, en los que el juicio ponderando y la arbitrariedad fantástica se han unido inextricablemente, en busca de una solución poco probable. La solución que se encierra en Yo también fui Jack el Destripador, obra del escritor sevillano Fernando García Calderón, carece de importancia. No ocurre así con el excelente dominio de la época que se desprende de sus páginas. Sin duda, la novela de García Calderón pertenece a la posmodernidad anunciada por Eco: volver sobre lo escrito y lo leído, usados ambos como material literario, proporciona aquí una fantasía consistente.

La fantasía que nos ocupa parte, sin embargo, de una verdad literaria: existe una obra donde se postula a Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Marvillas, como probable Jack the Ripper. Dicha acusación, compartida con otros nombres eminentes de la época, parte de un íntimo convencimiento que sobrevoló aquel Londres paupérrimo y desmesurado: el criminal, fuera quien fuese, no podía ser un habitante del East End, un hombre rudo y sin formación; debía ser, por contra, alguien refinado, inteligente, demoníaco, que en la noche neblinosa de Whitechapel daba expresión a una secreta y bárbara dolencia anímica. Fueron muchos los sospechosos de tales hazañas: desde el doctor Gull, galeno de la Reina, al actor Richard Mansfield, que en aquellos días representaba con éxito la obra de Stevenson, El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hide. También algún miembro de la realeza cuyo retraso le hizo sospechoso a ojos del vulgo. Quizá el caso de atribución más célebre sea el protagonizado por la escritora de novela negra Patricia Cornwell. En su Retrato de un asesino, Cornwell adjudicaba la autoría de dichos crímenes, con argumentos circunstanciales, no exentos de lógica, al excelente pintor Walter Richard Sickert.

Todos estos personajes reales, junto con otros nombres célebres (Lewis Carroll, Bernard Shaw, H. G. Wells, el doctor Joseph Bell, Arthur Conan Doyle, Bram Stoker, el inspector Abberline, etecétera), forman aquí una tupida y ambiciosa trama cuyo objeto, sin embargo, no es tanto revelarnos la identidad del Destripador, como allegarnos al mundo que hizo posible un nuevo tipo de crimen, basado en el anonimato y en la caótico hacinamiento de la urbe. Conan Doyle, en su Estudio en escarlata, publicado meses antes de los crímenes de Whitechapel, hablaba de la "inmensa y extraña multitud de Londres", para ponderar la dificultad a la que se enfrentaba su héroe.

En las páginas de García Calderón, con una información abundante y bien suministrada, nos hallamos ante este mismo hecho. Fueron los arrabales insalubres, la enorme difusión de la prensa y las carencias técnicas de la policía, quienes propiciaron -quienes admitieron- un tipo inédito de criminal, cuya motivación última era el crimen mismo, el placer de la impunidad, junto con la posibilidad de transmitir el terror a una masa inerme y desconcertada. Nunca, hasta entonces, el criminal puro postulado por De Quincey había tomado cuerpo en la realidad. Y será en las ominosas jornadas de Whitechapel donde el asesinato aleatorio, revestido por una brutalidad inconcebible, adquiera su miserable prestigio. Jack the Ripper fue, por tanto, hijo de la gran urbe y del anonimato que ella permitía. También de una inteligencia pérfida, lustrada por el mal, que supo ver el hueco que la modernidad abría para un tipo de acción arbitraria y silente, que propagaba el horror y conducía a la impotencia de sus persecutores. Esa misma retícula donde persecutores y perseguidos repiten aquel infortunado drama, es la que podemos encontrar aquí, bajo la especie de una ingeniosa -y literaria- intriga.

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