De libros

El zoquete ilustrado

El doctor Héraclius Gloss

Guy de Maupassant. Trad. Manuel Arranz. Periférica. Cáceres, 2015. 104 páginas. 14,75 euros

La propia vocación erudita del XVIII dio pie una criatura singular, a un personaje arquetípico, mezcla de sabio y de fantoche, que nuestro Cadalso definirá como "erudito a la violeta". Con este término se señalaba a esa clase de caballero (o de dama) trufado de salonnière, que ocultaba su caudalosa ignorancia con una ceñida verborrea llena de autores clásicos y tecnicismos. En última instancia, es probable que la denostada figura del crítico, su apreciación adversa entre público y autores, tenga su origen ahí, en aquellos figurones del Ochocientos que, a pesar de su probada ignorancia, nunca supieron resistirse a manifestar su opinión sobre cualquier asunto.

Éste es, sin duda, el caso del extravagante y atribulado doctor Héraclius Gloss de Maupassant. Hay que señalar, no obstante, que la sátira de Maupassant tiene una ilustre parentela. Bien sea el Bouvard y Pécuchet de Flaubert, bien la innumerable progenie que Daumier proporcionó al XIX en forma de estampas satíricas, hubo el lugar común del mastuerzo metido a especialista y orate irrefrenable. Digamos, aun así, que la ridiculez de Héraclius Gloss no es de su propiedad exclusiva. Pasados los primeros furores de la Ilustración; pasados igualmente la fiebre revolucionaria y el caudillismo del Gran Corso (véanse Burke y Chateaubriand, véase, incluso, a un errabundo Blanco White), quedó tanto la propensión al conocimiento científico, como la firme sospecha de su insuficiencia. En ese pliegue, en esa brecha, en aquella creciente zona umbría, es donde la Ilustración se convierte en caricatura, y donde el Romanticismo dará, satíricamente, noticia de su ascendencia ilustrada.

De algún modo, pues, Héraclius Gloss es la caricatura de una caricatura. Maupassant, tan fascinado por Flaubert, no podía ignorar el ridículo abismo que se abría ante sus dos eruditos de provincias. Téngase en cuenta que la tragedia del doctor Héraclius, como en los Bouvard y Pècuchet flaubertianos, es su abrasiva necesidad de conocer (no su obstinada negativa a la sabiduría contrastada); y que es esta sed de conocimientos la que lo precipita, románticamente, a la más virulenta imbecilidad y a una salvífica y cordial locura.

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