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  • Entre sugerentes digresiones históricas y literarias, Rebecca Solnit propone una hermosa historia del caminar

Wanderlust. Una historia del caminar

Rebecca Solnit. Capitán Swing. Madrid, 2015, 464 páginas. 22 euros

Ante este muy citado y por fin traducido ensayo de Rebecca Solnit el lector experimenta el efecto Matrioska: un tema vasto e inasible que, como la famosa muñeca rusa, se va deconstruyendo por etapas en variaciones miniaturizadas que lo hacen más manejable, más lúdico, también más fácil de extraviar. Solnit persigue en Wanderlust un trasfondo, un respaldo arqueológico, para una actividad, el caminar, que le interesa declinar en su potencial político de presente: no muy lejos del situacionismo, que aquí se cita, y del pensamiento de Henri Lefebvre, cuya seminal La producción del espacio (también en Capitán Swing) no comparece explícitamente pero parece alentarlo, la escritora arranca describiendo un estado de cosas (la paulatina privatización del espacio y el tiempo, el auge de los entornos virtuales y de la cultura del simulacro) que aún se resquebraja cuando los humanos salen a la calle a protestar y reclamar derechos mediante aquello que los significa y dignifica como especie, poniendo un pie tras otro, echando a andar, ocupando la esfera de lo público.

Seduce así en Solnit un lado activista que en ningún momento esconde, vinculándolo a la propia naturaleza de su libro -que recuenta también alguna que otra experiencia personal en el furgón de policía-, a su irremediable condición de historia amateur, secreta, nunca abarcable del todo. Justo como el caminar, esa alineación de cuerpo-mente-mundo que se actualiza en variados comportamientos de los que es factible extraer igual número de distintas conclusiones; y para Solnit las caminatas y manifestaciones de la contemporaneidad adquieren su sentido último, su condición de vaporosa reminiscencia, en los paseos del ayer, de los fundacionales del romanticismo británico, de Wordsworth y su hermana, a los que excitaron el cacumen de los escritores filósofos (Rousseau, Kierkegaard), los peregrinos tras revelaciones, los flâneurs de estirpe baudeleriana o de aquellos modernos, como James Joyce o Virginia Woolf, que repararon en que el caminar a pie traía aparejado la excitación de otro movimiento, el de nuestro tiempo interno, un vagabundaje entre percepciones, recuerdos y ensoñaciones en el que prima lo asociativo, perdiéndose de paso la necesidad de una finalidad, de una producción o meta, para el desplazamiento físico.

Pero en mayor medida que lo que ocurre dentro de la cabeza del caminante, la reapropiación de una libertad no pocas veces obturada en la realidad, a Solnit le interesa su espíritu anticonvencional, la oposición, consciente o inconsciente, a la ley que prohíbe y delimita; la idea, en definitiva, de los cuerpos enfrentados a las maquinarias estatales. Y ese componente utópico y revolucionario, cuya fundación la escritora rastrea precisamente entre los más orillados -las minorías excluidas de visibilidad, las prostitutas sometidas al recorrido pendular de una calle-, le lleva a ejecutar poderosos montajes entre lo rural y lo urbano, entre por ejemplo la historia de los esfuerzos por defender, desde finales del XIX, los grandes parques naturales californianos mediante clubes y asociaciones de paseantes y montañistas, y las maneras de resistir marginalmente en el dédalo urbano, sin producir nada que no fuera la propia autodestrucción. En este sentido, el choque más excelso lo provoca Solnit al comparar el libro de David Wojnarowicz, Being Queer in America: A Journal of Desintegration, "una impecable crónica de los usos del caminar para un hombre queer en las calles de la Norteamérica urbana de los 80", con Orgullo y prejucio de Austen, "una crónica de una mujer de campo de hacía casi dos siglos".

Wanderlust se abre entonces a sugerentes digresiones históricas y literarias, aunque, como el ángel de la Historia de Klee y Benjamin (cuyo monumental e inacabado trabajo en torno a los pasajes recibe aquí lógica atención), no pueda detener su proyección hacia el futuro y mantenga fija la mirada en el cúmulo de ruinas. De entre ellas, a Solnit le interesa una en particular, donde reconoce el punto de no retorno. Se halla, como no es difícil adivinar, en el curso del XIX camino del XX, allí donde Foucault cifró la invención del hombre: el efecto de la racionalización del trabajo, la vida y el lenguaje, su despliegue en la finitud. La Edad de Oro del caminar, según Solnit, se produce a finales del XVIII y tiene su último resplandor a principios del XX cuando la industrialización ya le había inyectado sin embargo la ponzoña paralizadora. Aquí se concentra la particular melancolía de Wanderlust -libro sin embargo, como dijimos, empeñado en rastrear la supervivencia multiforme del gesto caminante-, un núcleo de páginas brillantes en las que la escritora certifica bellamente las radicales transformaciones perceptivas, sensoriales y mentales que traería consigo primero el tren y luego el automóvil, así como el paulatino extrañamiento ante la naturaleza cuando, con el apogeo del suburbio, la ciudad dejó de tener frontera con el campo, hasta llegar a nuestros días de cintas sin fin en los gimnasios, actual y triste "reserva física de la especie". De este humus nacería luego otro brillante ensayo de Solnit, River of Shadows, donde algunas de estas trascendentales mutaciones en el terreno de la experiencia del tiempo y el espacio se estudiarían al hilo de la apasionante y desgarradora biografía de Eadweard Muybridge, uno de los padres de la cronofotografía.

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