Análisis

Responsabilidad de la sociedad civil

  • Lo que revela el anteproyecto de ley de fundaciones es miedo a dejar que los ciudadanos se organicen y realicen por sí mismos acciones que forman parte de la legitimación del Estado.

EL sector de las fundaciones en España tiene no sólo una larga trayectoria sino que ha adquirido un volumen de cierta significación. En los registros competencia del Gobierno figuran 3.800 entidades, de las que el 65% actúa en los ámbitos de educación, cultura y deportes. Por su parte, la Asociación Española de Fundaciones estima que hay unas 9.500 activas, con unos ingresos del orden de 8.500 millones de euros y un empleo estimado en 200.000 personas.

En la Constitución de 1978 (art. 34) se reconoce el "derecho de fundación para fines de interés general", desarrollado en sucesivas disposiciones reguladoras de su funcionamiento y de la fiscalidad relacionada. Estas instituciones son un vehículo excelente para organizar la participación privada en finalidades de interés general, un concepto siempre difícil de precisar pero no reemplazable por una enumeración de finalidades admisibles, que siempre será limitada. Sin embargo, el servicio al interés general es precisamente lo que hay que comprobar a la hora de admitir su inscripción y lo que hay que asegurar que se va manteniendo a lo largo del tiempo, para evitar una utilización incorrecta o espuria de sus características organizacionales y de los beneficios fiscales asociados a esta figura. Esto se puede hacer con una obligación de información periódica suficiente, tanto de sus actividades como de sus prácticas de gobierno, sirviendo además para mejorar su transparencia.

El Consejo de Ministros aprobó en agosto el anteproyecto de Ley de Fundaciones sobre el cual ha dictaminado hace pocos días el Consejo Económico y Social de España (CES) y sobre el cual se ha pronunciado también la Asociación Española de Fundaciones (AEF). El contenido del anteproyecto resulta algo sorprendente porque introduce modificaciones sustantivas en una norma que no necesitaba ser alterada en profundidad, sino sólo perfeccionada en función de la experiencia adquirida desde la revisón anterior, en 2002. Esta reforma no era reclamada por el sector fundacional y según la AEF puede conducir casi a un régimen concesional y sancionador, dificultando el ejercicio del derecho a fundar -un derecho de las personas, no un otorgamiento del Estado- y el desarrollo del propio sector. El CES muestra su preocupación porque los cambios parecen apuntar a un mayor intervencionismo, por ejemplo en el caso de algunos actos que requieren autorización previa, y señala la creación de trabas innecesarias a la constitución y actividad de las entidades. Esto es particularmente evidente en lo que atañe a la realización de actividades mercantiles o al destino de los ingresos. Éste es un terreno delicado, sin duda, pero la actividad mercantil puede ser una interesante fuente de ingresos perfectamente justificable por la propia finalidad de la fundación. En mi opinión la única restricción debe ser la de evitar situaciones de competencia desleal con empresas y la de asegurar que la aplicación de los ingresos es coherente con los fines fundacionales. Es decir, ningún privilegio en la competencia mercantil pero tampoco ninguna limitación, si el ámbito del tráfico es coherente con la finalidad fundacional. Esas situaciones de privilegio se pueden prevenir de una forma menos intervencionista que la que prevé la reforma. Y se pueden impedir o penalizar cuando se produzcan.

Sugiere también el CES algo muy importante: el anteproyecto debería tramitarse paralelamente a la futura normativa fiscal aplicable a estas entidades. Sin ninguna duda, los beneficios fiscales asociados con las donaciones, legados o cuotas a favor de instituciones reconocidas resultan uno de los atractivos a la pericipación, aunque el Fisco los aplica en España con bastante menos generosidad que en otros países, como Alemania o Estados Unidos, en los que la acción civil de todo tipo es muy potente y el Estado es respetuoso con ella, viniendo a admitir que, en no pocos casos, su mejor papel es el de ser subsidiario de la acción privada. Máxime en los tiempos en los que el Estado ha demostrado ser incapaz de atender decenas y decenas de miles de casos de penuria y necesidad en familias, suplidos por la iniciativa privada organizada. Auténtica solidaridad porque es voluntaria, la forzosa con la que que con frecuencia se justifican los impuestos no es tal, porque es de carácter obligatorio.

Por otra parte, el proyecto de norma lleva implícito una ampliación del trabajo que ha de realizar la Administración en este campo que creo que no está suficientemente evaluado. Desde luego, no parece muy probable que se vayan a dotar con facilidad los recursos adicionales necesarios y podríamos encontrarnos con el esperpento de una nueva norma de difícil aplicación porque la Administración carece de los medios para hacerlo. No sería la primera vez, desde luego.

En el fondo lo que revela la nueva norma es miedo a dejar que los ciudadanos se organicen como tengan por conveniente y realicen por sí mismos algunas acciones que forman parte de la legitimación del Estado. Las asistenciales entre ellas. Y esto no es ajeno a que los partidos políticos han querido ocupar la práctica totalidad del espacio de acción ciudadana desde el inicio de la Transición y cuando gobiernan llegan mucho más allá de los espacios de acción puramente política, gracias a la facultad de conceder dádivas de todo tipo que les otorga el señorío sobre el Presupuesto. Estas dádivas, incluso las escrupulosamente otorgadas con arreglo a las prescripciones del gasto público, crean algo peor que clientes. Crean cautivos. Desde una Asociación de amigos de la rana local recién creada hasta una Academia con siglos de historia.

Los civiles, durante mucho tiempo y salvo algunas excepciones que ya se imaginan, hemos hecho dejación de nuestra responsabilidad. Hemos permitido que lo público sufrague instituciones que sólo sirven a nuestro propio beneficio individual, ya sea el disfrute de su actividad o ya sea la tranquilidad de conciencia porque una administración sostiene una actividad que nos parece absolutamente digna de mantener.

¿Cómo no se va a hacer, pensamos, si ésta es la función de lo público y, además, los recursos proceden de nuestros impuestos? Éste es nuestro error, admitir y consentir que lo público tenga una esfera de acción ilimitada. Y esto lo estamos pagando muy caro en libertad individual y también en impuestos. Lo notable es que las únicas rebeliones contra lo establecido pidan, precisamente, más gobierno y más Estado.

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