el poliedro

José / Ignacio Rufino

Paradojas de chiringuito 'petao'

Los economistas se suelen equivocar y la presunta ley que dice que a mayor demanda mejor servicio a veces no se cumple

PARA ser considerada una verdadera ciencia, una disciplina debe crear y hacer suyos una serie de principios y leyes. Las ciencias más esencialmente científicas o básicas, como la física, cuentan con un buen repertorio de ellos, constatables en la práctica. La economía, de la que ya trató el pensador orquesta llamado Aristóteles, es tan consustancial al género humano como su propia historia, pero no adquirió rango de ciencia hasta que en el siglo XIX algunos escoceses, ingleses y franceses comenzaron a relacionar variables, como la oferta y la demanda o el ahorro y la renta, dando "rigor" y formato matemático a relaciones que la práctica, la intuición y hasta la picaresca ya habían descubierto siglos antes. Líbrenos Dios de negar el rango científico de aquella materia que nos da de comer y de escribir, pero no está demás recordar que a la economía se la ha dado en llamar "la ciencia lúgubre" -el dardo fue, como es habitual, de un historiador, Thomas Carlyle-, no sólo porque hiciera previsiones apocalípticas nunca cumplidas, como la de Malthus y su catastrófica de mortandad por hambruna, sino también porque en lo tocante a predicciones no suele atinar. Más bien al contrario: en un estudio de 2002, el FMI constata que con respecto a las crisis y/o recesiones de los años 90, prácticamente el 100% de las predicciones consensuadas por los economistas la pifiaron a modo. Y esto era en 2002. Estamos deseando un estudio equivalente evalúe las previsiones de la Gran Depresión occidental que detona en 2007: va a ser la bomba. La bomba de sonrojar (aunque, ya se sabe, "yo ya lo avisé"...).

También en su hermana menor y más pegada a la realidad, la Economía de la Empresa, no son pocas las leyes y principios clásicos que distan mucho de darse siempre o con gran consistencia a lo largo del tiempo. También se producen paradojas que lo dejan a uno estupefacto. Por ejemplo, sucede con las economías de escala. Las economías de escala ya las descubrieron nuestras abuelas más ancestrales cuando lograban que, donde comían cuatro, comieran siete. O el puñado extra de arroz, que produce un ingreso -una barriga llena- muy superior a su coste marginal. Técnicamente, una economía de escala es un ahorro que se produce por una mejor absorción del coste fijo, y por tanto un menor coste unitario. Pero hasta aquí ha llegado la teoría, vayamos a un ejemplo. Comentemos un caso de negación de la economía de escala recurrente en nuestros veranos, esa excepción estacional que tanto dinero y gente mueve y tanta pareja se lleva por delante.

En navidades -que ya van a estar aquí...- asistimos a la perversión o entropía de la ley, cuando en las cenas de empresa vamos 40 personas y, en vez de recibir mejor servicio, calidad y cantidad, te dan fullería y adocenamiento descongelado; vinos descorchados, de marca sobreordeñada y líquido correntón. A la postre, el ahorro del establecimiento crece y la calidad que uno recibiría en una mesa para dos se rebaja hasta límites vergonzantes, peligroso chupito verde incluido: una economía de escala con trampa, en la que toda la utilidad se la queda el empresario ávido y miope. En verano, tanto de lo mismo: se multiplica la demanda, lo cual debería redundar en unas mejores raciones de puntillitas y coquinas, en un blanco y cerveza más fríos y en un mayor nivel de servicio, quizá con un mayor precio (la ley dice que si aumenta la demanda, tiende a hacerlo el precio). Pero no. Entre los hosteleros que no entienden la necesidad de un extra de mano de obra, que sale más que a cuenta y no te quema a la clientela, y entre la codicia consustancial al dinero rápido y fácil, la paradoja está servida. En verano no hay mejor servicio, sino peor, y las economías de escala brillan por su ausencia para el consumidor. Paradojas con poca ciencia.

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