España

Cataluña coloca a España al borde de la reinvención

  • El 'laissez faire' de Rajoy ha muerto El país necesita a los estadistas que no tiene La independencia es ya un fin innegociable: cualquier alternativa será sólo una prórroga

Una conclusión empírica separaba por defecto a la Cataluña política, de natural protestón, de su sociedad civil: la tensión demandante del nacionalismo era una cosa y el afecto (o el sentimiento de pertenencia, o las identidades corales) otra. Esa sociedad mediterránea sintetizada en la figura del botiguer representaba la cultura del pacto en contraposición a la vehemencia, por ejemplo, del movimiento identitario vasco. Donde aquellos tenían al federalista Almirall, éstos oponían al secesionista Arana. Donde unos exhibían un frente proconstitucionalista (el Pacto Democrático por Cataluña), los otros (PNV) propugnaban la abstención en la votación de la Carta Magna de 1978. Si Terra Lliure duró 13 años y nunca gozó del favor popular, ETA enraizaría sólidamente en diferentes trenzas de la hidra vasca y todavía hoy existe con respiración asistida.

El "motor del sur de Europa" ha votado tres estatutos. El de Núria (1931) cosechó un respaldo casi estalinista (99,45% de síes) con una participación cercana al 75%; el de Sau (1980) perdió adhesiones (88,15%) y poder de convocatoria (59,7%); y el del Tripartito I (2006, sin bautismo geográfico) se desinfló sin contemplaciones, tal y como avala el porcentaje asociado al evento: apenas un tercio largo del electorado depositó la papeleta afirmativa. Resulta sorprendente que en ese prolijo e intervencionista texto descanse la semilla de la discordia, como llamativo es, igualmente, que en la trastienda de aquellos tiempos parpadeen los cuatro nombres clave del momento actual: José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy, Pasqual Maragall y Artur Mas, cuatro presidentes de distinto rango.

Zapatero se rebeló como el tonto útil de un Maragall a su vez estafado por Mas, hábilmente colocado en la foto final del acuerdo Estado-Cataluña pese a que la reforma estatutaria partió del PSC y contó con la notable aportación de ERC. Rajoy hizo el resto trasladando el asunto al Tribunal Constitucional, que aplicó la podadora en 2010 y dio alas al discurso de la afrenta. Desde entonces nadie estuvo cómodo. A la sonrisa bovina de ZP sucedió el laissez faire mariano. Ambos son tal vez los peores presidentes de la democracia, y han empalmado sus mandatos. A la ambición inicial de un Maragall finalmente decepcionado prosiguió el iluminado mandato popular de un Mas parecido antes a tenebrosas figuras de la Historia continental que a aplaudidos libertadores del pensamiento y las naciones.

Quizás la atribución de responsabilidades no tenga demasiado sentido si se atiende al fin último del nacionalismo, perfectamente expresado hace unos años por Duran Lleida ante la pregunta del millón: ¿Cuándo se acaba el discurso de la reivindicación? "Nunca. No se acaba nunca". En realidad, Duran se equivocaba porque la meta definitiva supera con creces el discurso tradicional de CiU. Las exigencias terminan con la independencia. Políticamente, ya no hay vuelta atrás. Ni el concierto económico, inasumible para el resto del país atendiendo al peso de Cataluña en el PIB, ni la ampliación del techo competencial saciarán una sed que no está sólo en los despachos. Uno de los pulmones catalanes y parte del otro viven hoy enamorados de una idea a la que confían su redención monetaria y su eclosión tribal.

Es difícil medir las pulsiones de un país, calibrar el consenso en torno a la secesión y registrar el grado de frialdad con que el maremoto social abraza el caramelo del adiós. Reina allende el Ebro la sensación de que el president Mas ha roto involuntariamente con la virtud más sagrada del pater patriae Pujol: escapismo desde Barcelona pero estadismo desde Madrid, siempre con el aristotélico resultado del equilibrio entre los suspiros y el pragmatismo. CiU no puede recular porque ha invocado al Leviatán, una criatura tan colosal que apenas necesita tutelas.

Diseccionémosla brevemente: basa su entidad en cierto optimismo infantil y en una llamativa ausencia de autocrítica. Las corruptelas secularmente fraguadas en los fogones de la Generalitat, o más exactamente en las entrañas de la coalición hegemónica, se han volatilizado de la memoria colectiva ante las dimensiones de la empresa nacional. Pujol es el padre (tal y como demostró el caso Banca Catalana), Mas el hijo y CiU el espíritu santo. Son intocables. Pertenecen al santoral. El nuevo catalán independentista confía en un horizonte limpio e ilimitado donde no caben ni la expulsión de la UE ni la prolija letra pequeña derivada: aranceles, restricción de movimientos, huida del sector privado o efecto boicot a sus productos. Cuando se vayan, si se van, tendrán que lidiar con un sentimiento novedoso: aprender a vivir sin culpar de sus males a los demás. Y ni con ésas. Inevitablemente, la deseuropeización sería a sus ojos una maniobra ladina del pérfido Estado español. Al folletín le quedan cientos de episodios.

El proceso adolece en Cataluña de carencias que no se observan en la carrera paralela de Escocia, donde la consulta nace del acuerdo entre la parte y el todo y donde, además, se ha hecho un esfuerzo pedagógico por tasar, con criterios más o menos objetivos, las consecuencias del divorcio (El Libro Blanco de la Independencia: 670 páginas). Por contraste, aquí ni siquiera se conocen las balanzas fiscales, criaturas más cercanas al parecer a Tolkien que a la ciencia contable. La Generalitat ha optado por recrudecer la vía del alunizaje, y para muestra los botones del polémico y victimista simposio España contra Cataluña: una mirada histórica celebrado la semana pasada, el rol proselitista seguido hasta hace poco por La Vanguardia desde sus púlpitos de opinión, la escasísima repercusión de las voces discordantes en TV3, Catalunya Ràdio y los otros satélites del pesebre público, o el balbuceo acomplejado que el discurso maximalista provoca en la derecha no catalanista (PP) y el socialismo nacionalista (PSC).

Sostenía Ortega y Gasset que el problema catalán era sólo cuestión de cincuenta años de administración honrada, aunque sin aclarar a qué administrador se refería. Como ambos, el estatal y el autonómico, han fallado largamente en la gestión, vale más retomar las dos Españas y el corazón helado de Machado. Y aquí entra en juego una incertidumbre de carácter: conocemos al catalán pactista pero no al catalán rebelde. La referencia contemporánea es el Plan Ibarretxe, un órdago que acabó en nada, convirtiendo al vasco guerrero en vasco razonable en virtud del sencillo y universal principio de legalidad. Sería paradójico que el catalán del siglo XXI haga el camino a la inversa.

Ocurra lo que ocurra, los temblores septentrionales se dejan notar en la Meseta, generando un interesante y a veces tenebroso movimiento de fichas. El Gobierno del PP, fiel a su minimalismo expresivo, ha abandonado sin embargo la abulia. No habrá referéndum, Artur Mas convocará elecciones plebiscitarias y Cataluña entrará de hecho en una fase de redundancias al necesitar que la previsible mayoría en favor de la independencia moldee algún tipo de acción superior (de nuevo la consulta; de nuevo la movilización). Entretanto, el bloque ministerial tendrá que tirar de flema, con Pedro Morenés (Defensa), Jorge Fernández Díaz (Interior) y Alberto Ruiz-Gallardón (Justicia) a la cabeza. Una escena tan grotesca como legal (la prohibición de la consulta por la fuerza; el encarcelamiento de Mas; la suspensión de la Autonomía) santificaría la causa secesionista.

La trama cuenta asimismo con un ingrediente andaluz. La presidenta de la Junta, Susana Díaz, embarcada en una intensa campaña de autopromoción y aclamada por el PSOE más desnortado y mediocre que se recuerda, reclama su cuota de protagonismo invocando una fórmula descatalogada. Hacer las cataluñas para catequizar a los refractarios es actualmente inútil porque: 1) el millón de andaluces que emigró lleva tiempo integrado en todas las tipologías del voto, incluido el prístino independentismo de Esquerra. 2) La Federación de Entidades Culturales Andaluzas en Cataluña (Fecac), ya sin el eterno y bastante oscuro Francisco García Prieto al frente, no luce ni una cuarta parte del peso que sí tenía bajo el pujolismo. 3) El PSC atraviesa su peor racha desde el inicio de la democracia: las encuestas le aproximan cada día más a la intrascendencia política, por debajo en intención de voto de CiU, ERC e incluso Ciutadans y a la altura del PP e ICV.

Thomas Pynchon creó en Vineland un hermoso matrimonio de palabras, los crujidos estructurales, perfecto fresco del porvenir español si Cataluña logra su objetivo. El País Vasco más abertzale desde el nacimiento de ETA en los años sesenta observa plácidamente la evolución del conflicto con la esperanza de poder aprovechar el trabajo de desgaste de ese otro nacionalismo que nunca ha sido ni primo ni hermano. Para Rajoy, imaginar la ruptura territorial quizás sea una memez, pero no hay que subestimar los quiebros de la Historia. Es probable que Hungría nunca pensase antes de Trianón que perdería Transilvania. Si Cataluña se marcha, España estaría escribiendo su epílogo por la magnitud del efecto llamada: Navarra, Baleares, Valencia y Galicia son imitadoras potenciales. Incluso si sólo se marcha Cataluña, el edificio quedaría destartalado: ¿alguien se imagina a la Comunidad de Madrid asumiendo en solitario el grueso del principio de igualdad (solidaridad suena más chusco aunque sea más cierto)?

Por su propia complejidad, Europa asiste al espectáculo reservándose una opinión oficial. Cataluña, más que Escocia, será el modelo exportable e inspirador. Y, si cuaja lo que Mas llama, no sin elevadas dosis de mesianismo, el mandato del pueblo, habrá otro efecto dominó, esta vez internacional e intracomunitario: Francia, Italia, Bélgica, Reino Unido (por Irlanda del Norte) e incluso Alemania cargan con sus propias dosis de centrifuguismo. La paradoja sería endiablada y estaría muy alejada de las tesis que Bruselas maneja en la actualidad: la UE tendría que elegir entre cortar el ingreso al club comunitario a esos nuevos miniestados o facilitar su permanencia para no acabar padeciendo la misma deconstrucción a la que España parece predestinada.

La Constitución de 1978 está clínicamente muerta, y no sólo por el modelo territorial. Definir qué cirugía requiere para alargar su esperanza de vida y cuántas alternativas reales a la secesión se ofrecen desde el Estado será en los próximos dos o tres años la tarea de los estadistas con que España desgraciadamente no cuenta. Ningún marco jurídico es intocable ni inmortal. Se vea como chantajista, romántico, ultrajante o sencillamente posibilista, el neoindependentismo catalán coloca al país ante la obligación de reinventarse. Si se pulsa el botón del Estado asimétrico, habrá ganado una o dos décadas de paz (recuerden la frase de Duran). Si se toca el de la despedida (el mutuo acuerdo existe: Checoslovaquia es un ejemplo), España asumirá por primera vez el fracaso de su propia idea y un descenso de categoría: sin Cataluña, será una nación más pobre. En todos los sentidos.

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