calle larios

Hay una ciudad ahí debajo

  • Todo está cumplido: han tenido que venir los Pokémon para que los incautos vuelvan a mirar las calles. Éste es el mayor decorado al que podemos aspirar Y tan panchos.

ADVERTÍA Paul Tabari en su Historia de la estupidez humana: "La estupidez duele, sólo que rara vez le duele al estúpido". Entre otros signos históricos de esta condición, el escritor húngaro señalaba el coleccionismo, el tributo de humildad de la antigua Bizancio, la búsqueda de El Dorado y la coronación de Luis XIV como el Rey Sol en Francia. Mi episodio favorito al respecto es la revuelta anabaptista de Münster: entre 1534 y 1535, Jan Matthys, autoproclamado Enoc, se empeñó en convertir la ciudad alemana en la Nueva Jerusalén mediante un escalofriante régimen de terror (el sofoco de la rebelión por parte del obispo de turno, eso sí, no escatimó en recursos igualmente terribles). Lo cierto es que la historia de la humanidad es también la de la dejación de sus funciones, como si a veces a la especie le pesaran demasiado las responsabilidades que le atañen y prefiriese tomar algo de oxígeno actuando como otra criatura. La posibilidad de que esto suceda tiene como ventaja esencial la que apuntó Tabari: el estúpido rara vez va a salir perjudicado de su propia estupidez. Habrán de ser otros los que carguen con las consecuencias, que pueden ir desde un mal rato en la cola del supermercado hasta la más atroz de las torturas resuelta en agonía y expiración. Concluido el siglo XX, la postmodernidad dejó multitud de posibilidades a la estupidez para su articulación y manifestación, bendecidas además con una proximidad significativa al hecho cultural, lo que contribuyó a legitimar (especialmente entre los medios de comunicación) actuaciones estúpidas dado que podían pasar como creaciones artísticas. Esta vertiente, menos destructiva a corto plazo que los desmanes totalitarios y criminales, pero de impredecibles efectos en lo que a la civilización se refiere, encontró en el ámbito digital su plataforma idónea de divulgación. Cuando Umberto Eco afirmó que las redes sociales habían prestado un servicio inestimable a la organización de la estupidez, sabía bien lo que decía: quien es lo suficientemente estúpido como para destrozarse la vida por escupir un desahogo tras la muerte de un torero tiene en Twitter, al alcance de la mano, el mecanismo idóneo para llevar su plan a buen puerto. Más aún, ahora que la revolución digital afronta su particular crisis (no será para tanto) a cuenta de ciertas nostalgias analógicas, cabe concluir que, si bien el conocimiento dispone de un cauce privilegiado y accesible, la inmensa mayoría de los contenidos promocionados son inconfundiblemente estúpidos. Lo que no es culpa de las redes sociales ni de los dispositivos portátiles, al cabo inventos que han contribuido de manera inestimable a mejorar la calidad de vida de mucha gente; sino de sus usuarios. Posiblemente, el mayor valor estadístico de las tecnologías de la comunicación es que ha permitido demostrar lo que ya se sabía: que la estupidez obtiene siempre los mejores escaños.

Viene todo esto a cuenta de la última manifestación de la estupidez humana. El nuevo deporte nacional consiste en ir capturando pikachus digitales que aparecen de súbito en cualquier parte con una aplicación móvil. Nintendo ha dado un zapatazo en los mercados y ha duplicado su valor en bolsa, pero aquí ha tenido que salir en los informativos la Guardia Civil a recordar a los usuarios lo que puede sucederles si van caminando por ahí sin apartar la vista de sus móviles. Accidentes ha habido ya unos pocos, y la expectación mediática es máxima con vistas al potencial primer muerto. Me pareció particularmente acertada en este sentido una campaña urdida en las redes sociales que pedía la presencia de monstruitos digitales en Los Asperones y La Palmilla; sin embargo, que los de Nintendo se aprovechen de los estúpidos no significan que ellos lo sean. A un servidor casi le produce consuelo pensar que habrá más de uno que mire por una vez a su ciudad, aunque sea a través de una pantallita; quién sabe si alguno de los cazadores se atreverá a otear por encima del dispositivo y comprobar con sus propios ojos, en una revelación comparable a la que pintaba Stanley Kubrick con el monolito de 2001, que ahí debajo hay una ciudad, con su historia, su belleza, su memoria y sus personas. Cosas de la ciencia-ficción.

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