Málaga

Recuerdo vivo de la barbarie

  • Salvador Guzmán sobrevivió en el año 1937 a 'La Desbandá', el trágico suceso que se produjo en la carretera de Málaga a Almería

La vida de El rubio siempre estuvo vinculada a la tragedia. A los 3 años perdió a su madre. Cuando se peleaba con algún otro chiquillo, objeto de los típicos juegos infantiles, no tenía brazos que le consolaran. Sentía envidia cuando veía que sus primos sí tenían manos que secaran sus lágrimas. El nene, como él suele decir, tuvo que afrontar muy pronto una vida sin el valor de la figura materna.

El 8 de febrero de 1937, su madre adoptiva le encomendó llevarle a su padre biológico, José Guzmán, teniente alcalde del Ayuntamiento de Coín, una cesta de comida. Al abrir la puerta del Consistorio, vio en la esquina a un individuo que dormía la siesta apoyado sobre una fila de bombas. Su padre le exigió que volviera a casa y cogiera lo más imprescindible. Fue el comienzo de una odisea que se le quedó en la retina para siempre, imágenes de un suceso que marcan el futuro de una persona, de un país. Irradia una fuerza interior inmensa. Recuerda como si fuera ayer el camino de Coín a Málaga en un coche ocupado por 10 personas. La música de fondo era horrible, penetrante. Queipo del Llano amenazaba en la radio con merendar en el Café Nuevo de calle Larios.

Pasó en un instante del cuadro más satisfactorio de la vida a una terrible pesadumbre. Llevaron con el coche a una mujer que iba a dar la luz. La dejaron en El Limonar y siguieron su camino a Almería. En una parada obligatoria fueron testigos directos de cómo un padre de familia disparaba sin pudor a su mujer e hijos para suicidarse después. No esconde su rabia. Ni esquiva su afecto. Estuvo más de tres días sin probar un bocado. Asustado, "no por el peligro, sino por los estallidos de las bombas". Las fragatas Canarias y Cervera y varios aviones fascistas les hicieron imposible la huida. Se escondió en unas cañas dulces junto a un hombre que le arengaba con cada proyectil que caía. "De esta nos hemos salvado", le decía con una sonrisa. El único atisbo de catarsis de la tragedia.

Los obstáculos en el camino no se limitaban a la artillería enemiga. Los cadáveres en las cunetas obligaban a los integrantes del coche a bajarse y despejar la travesía de miembros y cuerpos de personas. El doctor Antúnez fue un aliado esencial en su éxodo. Canadiense y voluntario de las Brigadas Internacionales, el sanitario iba armado de un serrucho con el que amputaba los miembros de los soldados heridos por los explosivos fascistas. "Salvó muchas vidas", explica Salvador, que no se ve incómodo hablando de su tragedia, de "la inquisición de las más grandes". Quiere amenizar el ambiente y arranca a cantar una antigua copla guerracivilista. No tiene una voz dulce, pero sí que está cargada de sentimiento y sinceridad: "Marianita salió de paseo // y al encuentro salió un militar, // y le dice: -¿Dónde vas, Marianita? Hay peligro por no declarar-. // Marianita se encerró en su cuarto, la bandera se puso a bordar: // -Si Don Carlos me viera bordando la bandera de la libertad. // Marianita le ha escrito una carta que a la reina la hizo llorar".

Consiguió llegar a Almería. Y fue la inocente travesura de los niños la que le libró de embarcarse en un navío rumbo a México y separarse de los suyos. Mucho tiempo después supo que en esa expedición habría estado acompañado de tres ilustres personajes: Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda y Rafael Alberti. Las voces de la derrota se exiliaban: él decidió quedarse con los suyos, aguantar "la carnicería".

El sentimiento y la alegría se prestan a El Rubio, por vivirlo y por poder contarlo. "Como aquello que hubo en España no se ha visto nunca nada", declara. Aunque ahora sufra viendo en los informativos a sirios huyendo de una barbarie similar a la que él mismo vivió.

Exhibe orgulloso la picardía con la que desafiaba a los capellanes del ejército nacional. Exhausto y con el estómago vacío, los curas repartían un trozo de pan y chocolate a cambio de que los jóvenes cantaran el Cara al Sol.

No existe el más mínimo rencor para Salvador Guzmán. No duda en calificar de "miseria" lo que se vivió en la guerra, esa que estalló hace 80 años en un conato de revueltas militar. Aún así, los 40 años de dictadura pesaron más en él, "pisoteado de su dignidad y orgullo". Distingue los colores, pero no a los seres humanos.

No duda en perdonar a sus traidores. Incluso a aquellos que dieron el chivatazo para que encarcelaran a su padre, fusilado en el cementerio de San Rafael un fatídico 17 de octubre de 1944. "El perdón y la razón están por encima de todo", lleva tatuado en el corazón de un superviviente de la matanza en la carretera Málaga-Almería o, como él prefiere llamar, la carretera de la muerte.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios