Cultura

La belleza de un mundo imperfecto

  • Tras la coreografía de los Juegos Olímpicos de Londres, el realizador británico Danny Boyle nos trae el 'thriller' psicológico 'Trance'

De coloridas estéticas y utopías sentimentales vive el cine del británico Danny Boyle. Recientemente se pudo comprobar su pulso de coreógrafo visual en la inauguración de los últimos juegos olímpicos, todo un espectáculo ligado al clasicismo inglés, junto con las vivas escenas de una evolución mística. Esto último es en lo que se asienta la base de un realizador imperfecto, visualmente hiperrealista y de profundo talante neoliberal. Suele lanzarse a los brazos de una realidad edulcorada, tratada con originalidad a través de un filtro que, precisamente, hace de la drogadicción, la pobreza, la locura, el sufrimiento, la soledad... algo profundamente místico.

Prácticamente todas sus obras lucen como bellas imágenes sobre el dolor en todas y cada una de sus formas. Su logradísima y apasionante visión del clásico contemporáneo de Irvine Welsh Trainspotting es la percepción pulp de la sociedad hacia la drogadicción. Atractiva, lasciva, y a su vez, asqueante y desgarradora. El jugar con las dicotomías es algo que a Boyle le debe de encantar, y su cine es prueba de ello. Por ello, la esencia de comedia macarra acaba tan bien definida en una oda al desastre social como supone esta reconocida y humilde joya del cine británico de los 90. Posteriormente, uno se encuentra con una cinta de corte similar, bella y cruda, asombrosa y repelente: su magnífica La playa. De feroces diálogos e insinuantes situaciones influenciadas por su tratado literario (muy apreciable en sus primeras cintas), supone su obra más llamativa y enigmática; un viaje a los entresijos de las reacciones humanas. Sus dos trabajos más flojos, narrativamente confusos y estéticamente desagradables, 28 días después, o cómo no poder aguantar ni 28 minutos de indiferencia, y Slumdog Millionaire, el hastío hecho cuento de hadas, son los que han llegado al gran público, algo comprensible teniendo en cuenta los temas que Boyle tiene sobre la mesa con ambas películas. Por lo tanto, se deja de lado Sunshine, su incursión en la ciencia ficción (aunque lo poco que tenga de ciencia se estrelle en apenas unos instantes), y que representa un íntimo análisis de la soledad y la empatía humanas, además de homenajear el elitismo de Andrei Tarkovsky (Solaris).

El intento de ahondar en su propio estilo, de perfeccionar su fotorrealismo y sus análisis humanistas originó la estupenda 127 horas, un proyecto realmente completo como pocos últimamente, que establece una más que digna irrupción en la nueva década de un realizador que, francamente, lo tiene muy complicado para superarse.

Ahora, como de costumbre, vuelve a establecerse en el mundillo de los estudios psíquicos con Trance, thriller psicológico que, a priori, sigue los rasgos esteticamente trash de Trainspotting edulcorado con la subjetiva belleza de las altas esferas sociales, y que llegará a las carteleras españolas el 14 de junio. Aquí, Boyle recurre a un magnífico intérprete, el enigma escocés que es James McAvoy, todo un expresivo y dinámico talento que debería explotarse más a menudo. Sus trabajos recuerdan a la fuerza de Brad Davis (El expreso de medianoche) y a la espontaneidad del Gary Oldman que solia tener esa tendencia al exceso que ha ido abandonando con el paso de los años. Una lástima que no se esté aprovechando su proyección internacional, exceptuando títulos como la extrañamente laureada Expiación y la sobresaliente X-MEN: primera generación. Además, se sigue observando la predilección de Boyle por lo irreal y lo onírico, pero su fascinante y cuidada ambientación es lo que resulta tan atractivo y empalagoso en una obra originalmente planteada como algo sobrio y atroz. Sus influencias se pueden apreciar facilmente en las pinceladas estéticas de Sin límites, de Neil Burger, que si bien posee el aliciente de partir de una novela para empezar a asemejarse a la obra de Boyle, también exprime planos y secuencias físicamente imposibles para hacer de la locura y el trance una sesión de hipnotismo que el espectador pueda experimentar.

Pero lo que hace único a Boyle es el poder manejar a voluntad cualquier plano social, por muy infrahumano que pueda ser, y conseguir que acabe enmarcado en un retrato armonioso, lúcido, consciente de que porta un mensaje durísimo y cruel, pero ello no le impide expresarlo tal y como realmente le gustaría que se viera desde otra perspectiva. La mirada del genio imperfecto de un mundo imperfecto.

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