Cultura

Salvajes y domesticados Alcances 2014

  • El veterano festival gaditano propondrá el próximo septiembre una intensa cata a las derivas del documental contemporáneo entre nuestros cineastas más jóvenes

Uno de los largometrajes a concurso más interesantes del próximo festival de Alcances (edición 46, en Cádiz, del 6 al 13 de septiembre), Sobre la marxa, de Jordi Morató (presentada en el pasado Festival de Málaga), nos podría servir para precipitar algunas consideraciones sobre el estado de las cosas en el documental de creación español. El corazón del filme de Morató son las películas caseras que un jovencito rodó con la complicidad del protagonista de todo el asunto, Josep Pujiula, Garrell, un hombre maduro de inocencia salvaje y pureza infantil que encarnaba a Tarzán en los impresionantes parajes selváticos que previamente había construido con sus propias manos. Esta materia prima es un tesoro para cualquier realizador (algo parecido a lo que hace años le ocurriera a Herzog en su Grizzly Man), y Morató le saca partido, explicando, ampliando y contextualizando la particular historia del "Tarzán de Argelaguer". La sensación, sin embargo, es que el documental viene a hacer la autopsia de otra cosa, no de la ficción, sino de la vida y del cine, representados ambos por esos planos torpes y movidos, por esos drops pasajeros que atraviesan el encuadre, por la brusquedad de una proto-gramática que da a ver un mundo. Morató lo consigna todo con brillantez, pero el niño y el viejo establecieron en su día algo mucho más importante, una comunión estética entre la fragilidad de los ciclos de la vida (nacimiento, muerte y resurrección de los universos artesanales de Garrell) y la de la herramienta que humildemente los registraba en un formato condenado a desaparecer. ¿Está dirigido el documentalista de escuela a ser sólo un buen -e incluso sensible- cirujano?

En otro de los buenos largos a concurso, Orensanz, de Rocío Mesa, la sensación es pareja: el material de archivo sobre el artista Ángel Orensanz, incluso el más descontextualizado y fugaz, resulta lleno de vida en contraste con el dispositivo documental, impecable pero de factoría, con sus aldeanos pintorescos, su pueblo camino de la extinción y sus ovejas cruzando lentas el plano en contraposición a los ritmos de la corte, el Manhattan desde donde opera el hermano demiúrgico del homenajeado. Las maneras pulcras y televisivas también amansan a otro de los títulos con más opciones de ganar la muestra, Ciutat Morta, de Xapo Ortega y Xavier Artigas, documental compacto y ambicioso que salió triunfante del pasado Festival de Málaga y que se centra en las terribles consecuencias de uno de los casos más flagrantes de corrupción policial ocurridos en la España contemporánea. Profundizando en el destino de las víctimas del 4F de 2006, Ortega y Artigas logran lo más difícil, hacer del caso singular la parte de una mancha que se extiende por una sociedad que condena todo modo de vida no normalizado, pero se frenan ante esa desmesura. Es significativo que sea fácil relacionar Ciutat Morta con dos grandísimos documentales de Joaquín Jordá, De nens -donde el mediático caso de pederastia escondía un juicio contra aquellos "hombres infames" de Foucault, es decir, contra todo hijo de vecino que cae en la red del poder-, y Veinte años no es nada, otro filme con espectro anárquico (aquí Juan, Patricia en el caso de Ortega y Artigas) habitando sus intersticios; títulos con los que, por otro lado, no hace sino contrastar formalmente, pues al pantagruélico Jordá nunca le importó ni el equilibrio ni el acabado, sólo hacer sentir en el espectador que cualquier postura artística y política del cine comportaba un careo con la compleja sublimidad de la vida. Desgraciadamente, no parece que Ciutat Morta vaya a seguir el camino de The thin blue Line de Errol Morris, un documental que contribuyó a sacar a un inocente de la cárcel.

El audiovisual como plantilla, como un trozo escindido del planeta-cine que ya sólo se contenta con orbitar alrededor de él, citándolo y soñándolo en el mejor de los casos, también comparece en dos largometrajes interesantes de la sección oficial, Paradiso, de Omar A. Razzak, y Costa da Morte, de Lois Patiño. La primera, que se involucra en el crepúsculo del cine Duque de Alba -la última Sala X de la capital madrileña- parece contentarse con buscar en la realidad las sombras de Goodbye, Dragon Inn (Tsai Ming-Liang), La chatte à deux têtes (Jacques Nolot), Derniér sèance (Laurent Achard) o La vida útil (Federico Veiroj), y también serviría para corroborar, mediante los planos que espían en la distancia los fragmentarios reflejos del porno, la lectura cinéfila de un clásico básico como Une sale histoire de Jean Eustache: el agujero como el origen sobre el que se montó todo, hasta llegar a la cajera que cobra los tickets a la peculiar especie que prefiere la caverna al aire libre. Por su parte, Costa da Morte, la exitosa y viajera cinta de Patiño, redescubre al que las desconociera -mediante el paisaje y el paisanaje gallego- algunas de las técnicas experimentales de cineastas consagrados como James Benning, Sharon Lockhart o Peter Hutton.

En los mediometrajes y cortometrajes los desequilibrios son más flagrantes y los hallazgos más puros y conmovedores. Entre los primeros destacan los provocados por la sempiterna voz en off, aliada cada vez más, en la sima de la desesperación narcisista, con las leyendas impresas que dicen y dicen, charlan y charlan, sin mostrar nada. El error, el mismo: creer que la palabra no se tiene que filmar, que es un elemento externo al cine del que uno echa mano para "expresarse", cuando es exactamente igual que un paisaje o que un rostro, y como tal debe ser tratada. En este sentido, resulta muy didáctico el corto del habitual Guillermo G. Peydró, Breve historia de un socavón: lo importante es el hundimiento entre imagen y palabra, esa no-relación entre lo que se ve y se escucha sobre la que tanto discurrieron Blanchot, Foucault o Deleuze y que permite convocar, llamar a los muertos desde el fondo del tiempo para que saluden nuestro presente. En Un gran desorden bajo el cielo, Iván García Rodríguez explora esa distancia a partir de las imágenes de la revolución china y los fragmentos del dietario de una estudiante de Beijing: se trata de contrastes, dialécticas, pero también -como observara el finado Farocki- del deseo utópico de que la política fuera sencilla como un verso, sin mancha de ambigüedad, y del desgarro posterior ante el delirio que dio pábulo a semejante pensamiento.

El documental, que en realidad es otra manera de llamar al cine recordando el magisterio de Muybridge y Marey (ver mejor y con mayor exactitud lo que nos rodea), también comparece en su versión menos ensayística y confesional en la generosa selección de este año. Y me gustaría acabar estas notas apresuradas con quien me parece que mejor la representa, Quivir, de Manutrillo. Regresando, y por lo tanto ahondando en una realidad que cada vez conoce mejor (su anterior Nosotros, los hombres del corcho ya trataba el mismo tema, las rimas y diferencias entre los recolectores de corcho del sur de España y el norte de Marruecos), Manutrillo da la sensación de ser el único en Alcances que no quiere ser autor, y eso es de agradecer. Se contenta con poner una cosa al lado de la otra, con filmar con humildad y sencillez a hombres distintos que trabajan en lo mismo, y el espectador aprende, porque ve, como se veían en el aire las cuatro patas del caballo fotografiado por Muybridge.

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