Cultura

La invitación a la fiesta

  • Fue un ídolo de masas que optó por la alegría.

Patriarca, rey o pastor de la rumba catalana. Con Peret caben hasta las más finas connotaciones de estos títulos que ostentó en vida y nadie le podrá arrebatar, pese a su muerte. No ya porque se entienda que en estos días es de justicia referir la hazaña de este gitano en lo que a la creación, difusión, representación y protección de este género -tan genial como errático- se refiere. Más bien da igual quién pueda venir después porque es en él donde se plantean y resuelven todas las teorías y conclusiones que se quieran hacer de esta música, que fue fusión aun cuando no existía el término y pureza aun cuando no se le haya reconocido.

Para que surgiera la rumba catalana tuvo que existir Peret. Por un lado, porque probablemente para su nacimiento fuesen imprescindibles los datos biográficos, sociológicos y antropológicos que rodean al cantante. Y, por otro, porque su engrandecimiento hubiese sido imposible sin su personalidad.

Peret no es quien es por mezclar la rumba con sonidos cubanos o rockeros. Ni por poner a bailar a varias generaciones al compás del 4 por 4. Tampoco por sentar las bases de un nuevo género con canciones frenéticas que nunca duraron más de tres minutos. O por escribir letras de estribillos infinitos que podían cantar hasta el más pintao. Ni siquiera por patentar ese ingenioso ventilador con el que en el sentido literal logró sumar ritmo y melodía a la armonía de la guitarra y en el figurado dar una corriente de aire fresco al folclore y la canción popular con picardía y descaro.

El artista ha sido referente de músicos de lo más variopintos y un ídolo de masas porque supo resumir una filosofía de vida en las tres sílabas de un tu-ru-ru. Es decir, optó por la alegría, por el sentido del humor y por la diversión como la forma más inteligente de predicar los que probablemente sean los valores más esenciales de la humanidad.

Con él la gente se relajaba. Uno podía aflojarse el nudo de la corbata y corear cualquier frase aparentemente ridícula porque ahí en el escenario estaba Peret. Un señor, galán y sonriente -traten de pensarlo serio- que parecía conocer el secreto la felicidad y que entendía la vida como una celebración. De hecho, a eso dedicó su carrera. A invitar al público a una fiesta interminable en la que desprenderse de los complejos y dejarse llevar por la alegría de vivir. Con la tranquilidad del anfitrión que sabe cómo hacer para que nada se vaya de las manos y con la sabiduría del que sabe siempre cuándo decir las cosas y conciliar.

Así se ganó a los miles de asistentes del último concierto que dio en Sevilla hace cuatro años dentro de la Bienal de Flamenco. El cartel lo compartía con Kiko Veneno y Los Chichos pero él fue el único que ese día decidió quejarse de la ley de expulsión de los gitanos que acababa de aprobar Sarkozy.

Ya se sabe que sus temas fueron hits en los 60 y 70 y lo volvieron a ser cada vez que reaparecía. Que su estilo ha sido imitado y su música exportada a medio mundo mucho más allá de la anécdota de los Juegos Olímpicos. Que es mucho mejor acabar una juerga con Una lágrima (cayó en la arena) que con una de Joe Cocker.

Por paradojas de la vida se ha anunciado su fallecimiento antes de tiempo, casi como le ocurría a El muerto vivo de su mítica canción. Puede que no exista un mejor epitafio para su despedida. De alguna forma, con él continuaremos de parranda.

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