Cultura

45 minutos de oro y una hora de plata

Ciencia ficción, drama, animación. Israel, 2013, 120 min. Dirección: Ari Folman. Intérpretes: Robin Wright, Harvey Keitel, Danny Huston, Paul Giamatti, Frances Fisher, Kodi Smit-McPhee, Michael Landes, Matthew Wolf, Jon Hamm.

El escritor polaco Stanislaw Lem es un genio de la ciencia-ficción cuyas obras han ofrecido al cine argumentos, ideas y personajes que, en manos de otros genios, se han convertido en obras maestras como Solaris de Tarkovsky. Ari Folman es una de las más firmes realidades internacionales del cine israelí tras saltar a la fama -Globo de Oro, César, nominación al Oscar- con Vals con Bashir, original, poética y desgarradora reflexión sobre los traumas producidos por la guerra, que dio una profundidad dramática rara de verse en el cine de animación. Si la sustancia primera del cine es (o era: de esta duda trata precisamente El congreso) la impresión de la realidad en una película, Folman logró en Vals con Bashir que una animación, además muy estilizada, produjera esa sensación de realidad.

Que desde aquel desafío haya convertido en el tema de su nueva película la tensión misma entre la imagen real y la imagen animada, inspirándose en la novela de Lem Congreso de futurología, es una apuesta tan arriesgada como apasionante. Y Ari Folman la gana. Una actriz fracasada, que es también una mujer derrotada por la vida, se ve obligada a aceptar un contrato que permite a la productora hacer una réplica animada de ella -de su físico, su forma de interpretar, su personalidad y emociones- que la sustituirá en todas sus futuras películas, incluso en las promociones. Una réplica que lógicamente será totalmente dócil, dúctil, obediente, sin plantear exigencias en los rodajes o mostrar preferencias por los guiones. Porque los actores están siendo sustituidos por sus simulaciones. Ahora cobran por ceder su físico/personalidad, comprometiéndose a no volver a actuar jamás.

La inmolación de la realidad para la supervivencia animada/digital de la actriz (¿del cine?). La tesis venenosa del relato de Lem, puramente pasoliniana, era que el poder futuro no residirá en la posesión y control de la fuerza, sino en el control del placer y el dominio de lo que lo produce. En su recreación fuertemente personal Folman lleva al límite la sustitución de un mundo real, con sus dolores y debilidades, por un mundo feliz de réplicas animadas al que los espectadores pueden acceder consumiendo una droga. Huxley, siempre. Y Bradbury.

La película arranca abruptamente con un golpe en el corazón: las lágrimas cayendo por el rostro de la actriz que va a ser replicada mientras la voz en off de su agente (Harvey Keitel) le escupe su fracaso como actriz y como mujer (una impresionante Robin Wright interpretándose a sí misma -el declive de su carrera es cierto- en un ejercicio que recuerda al de Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses, guiño a su visita a los estudios Paramount incluido).

La primera parte de la película es la historia de esta cesión perversa, de esta humillación de la actriz virtualizada y de la crueldad visionaria de los productores (reflexión necesaria en la era de los efectos digitales y la motion-capture, cuando es posible preguntarse si Andy Serkis [Golum, King Kong, César el simio] es un actor o un efecto interpretado por un actor). El cine ha muerto, repite una y otra vez el productor. ¿Tiene razón? ¿Esta película entona su réquiem? ¿Hasta que punto una transformación deja de ser crecimiento para convertirse en decadencia y podredumbre? Wright y Keitel dominan esta primera parte de la película, puro oro cinematográfico, con una presencia ante la cámara y unos parlamentos que hacen resplandecer, como si fueran una despedida, la fuerza de eso a lo que se solía llamar interpretación en ese arte del entretenimiento y la emoción al que se llamaba cine.

La segunda parte pasa de la imagen real a la animada. Han transcurrido 20 años. El mundo es ya sólo representación, no voluntad. Y una representación controlada y programada por fármacos que permiten huir de la realidad (más bien anularla del todo) para hacer reales las fantasías. Wright toma la droga para asistir al Congreso Futurista del que es invitada de honor. Y ella, todo y todos se convierten en dibujos animados. Una de las muchas ideas magistrales de esta película es que utiliza la animación (segunda parte) para hacernos sentir nostalgia de la imagen real (primera parte). Pese al despliegue de talento, a veces perverso, a veces poético, siempre sugestivo y melancólico, que su parte animada tiene, no logra igualar a la primera; pese a las provocaciones a la inteligencia que propone como compendio de la historia de la animación, desde los Fleischer y el primer Disney al gusto de Warner por caricaturizar a sus estrellas en sus series animadas.

Un ensayo poético, lleno de fuerza dramática, sobre el fin del cine tal y como lo conocimos y amamos. O del mundo, como percepción subjetiva y libre de la realidad.

Una película extraordinaria en sus dos partes levemente desiguales pero complementarias -intensidad dramática de la imagen real, hermosa sugestión melancólica de la animación- que contiene uno de los más bellos e intensos momentos de cine que he visto en mucho tiempo: el monólogo de Harvey Keitel mientras digitalizan las expresiones y las emociones de Robin Wright.

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