Cultura

Un gran centro de colecciones (por hacer)

  • Con la abrumadora calidad de gran parte de sus obras, el Museo Ruso acusa las prisas en su instalación y cierta falta de intención en el planteamiento museográfico de la colección anual.

No crean que el titular de esta crónica va con maldad: ningún museo del mundo ha estado realmente terminado el día de su inauguración, y el Centro de Colecciones del Museo de Arte Ruso de San Petersburgo no iba a ser menos. Es ahora, de hecho, cuando el nuevo equipamiento de Tabacalera empezará a hacerse hasta llegar a ser el museo que Málaga merece. De entrada, y tras la primera visita, queda patente que el centro posee los mimbres para convertirse en una gran pinacoteca; pero no son menos visibles los efectos derivados de las prisas con las que se ha querido poner todo en marcha y de ciertos desencuentros en los planteamientos museográficos. Pero mejor, vayamos por partes.

En el recorrido reservado a los medios de comunicación el pasado martes, la directora artística del Museo de San Petersburgo, Eugenya Petrova, afirmó que la colección  permanente que podrá verse durante el primer año pretende reflejar "la historia del desarrollo del arte ruso en cinco siglos a través de diferentes temáticas y estilos, con especial atención a las tradiciones y la vida cotidiana". El trayecto empieza con una selección de bellísimos iconos religiosos de entre los siglos XV y XVII, y de hecho Petrova sugirió la posibilidad de que en el futuro el museo malagueño acoja una exposición "más amplia" sobre "la importancia de la religión en la cultura rusa, que podría abarcar del siglo XI al XIX". La segunda sección, la más extensa, está dedicada a los siglos XVIII y XIX: se comprueba aquí el éxito del retrato como género ya en tiempos de Pedro I El Grande, y el posterior desarrollo de un Romanticismo "diferente al de Europa, más melancólico, seguramente a consecuencia del propio carácter ruso", a través de las obras de artistas como Carl Brulov y Alexey Venetsianov, "el primero que empezó a hacer retratos de gente sencilla, del pueblo, de los sirvientes, algo que en su momento le acarreó muchas críticas" (un ejemplo clave es su lienzo La lechera, realizado antes de 1826); así como la obsesión por la Figura de Cristo de Ivanov, la sublimación del paisaje en su acepción más turbadora con Engodurov (El inicio de la primavera, 1885) y la monumentalidad de un lienzo como El rito del beso (1895) de Konstantin Makovsky, el más vistoso de los cuadros del museo. Petrova llamó la atención de una pintura como Cazadores descansando (1877), de Vassily Perov, muy popular en Rusia (donde es reproducido a menudo como motivo recurrente en la publicidad) aunque desconocido en España. Después, llegan las vanguardias con Chagall, Rozanova, Kandinsky, Tatlin, Rodchenko, Filonov y Malevich (Petrova, consciente del gusto español por este periodo, prometió "más obras" del mismo) para terminar con el realismo socialista de Sergey Shulman, Peter Osolodkov y Joseph Schkolnik, entre otros. Un centenar de piezas en total para el resumen de cinco siglos.

Resultó significativo que Petrova apuntara motivos para futuras exposiciones (la religión, las vanguardias) pero, más aún, que admitiera que, una vez instaladas las obras, tanto el director del Museo de San Petersburgo, Vladimir Gusev, como ella misma, comprendieron que "sería conveniente traer obras de mayor envergadura". Tras un primer vistazo a la colección, queda patente la calidad de no pocos cuadros de la misma. Pero el paisaje que resulta de manera general abusa de manera notable de los elementos tradicionales, folclóricos y coloristas de la Rusia del siglo XIX y pasa por alto las tensiones políticas y sociales de la época, apenas apuntadas en cuadros como los del citado Venetsianov y el hermoso lienzo de Valery Jakobi Parada en el camino de los detenidos (realizado en la década de 1860). Más que un conocimiento somero de la historia de Rusia, se ha querido fomentar lo anecdótico, la enseña y la estampita, en una exposición casi de postal. Y esto no se debe, claro, a lo que en su momento decidieron dejar para la posteridad los pintores rusos, sino a la ausencia de intención en el discurso museográfico. Carece la colección de una contextualización suficiente, lo que se traduce en que no hay una narración de la historia de Rusia sino una mera acumulación de imágenes/episodios. Fuentes cercanas al equipamiento confirmaron que la negociación respecto a la instalación de las obras de la muestra permanente no resultó sencilla: al parecer, los responsables del Museo de San Petersburgo pretendían organizar una exhibición de corte académico, y los técnicos y responsables de la Fundación Picasso Casa Natal implicados en el Museo Ruso no lo tuvieron fácil para hacerles cambiar de opinión. El montaje, eso sí, salvo en la primera sección de iconos, resulta anodino, con la misma iluminación y el mismo blanco en todas las salas, con contadas excepciones como el muro reservado a El espejo de Chagall. El resultado se parece así demasiado al modelo decimonónico que se pretendía evitar. Hay material, por tanto, para seguir trabajando.

 

Paradójicamente, gran parte de estos huecos se ven solventados en la primera exposición temporal, también inaugurada ayer: La época de Diáguilev adopta al famoso productor de los grandes ballets rusos (quien, como recordó Petrova, también publicó revistas de arte y promovió exposiciones) como eje argumental para una mirada a los años previos al estallido de las vanguardias, a través de hermosos lienzos de Filipp Maliavin, Aleksandr Golovín, Vasili Shujáiev y Natalia Goncharova, entre otros, además de preciosos figurines de ballet. Y la muestra sí es pródiga en intención, narración y alcances. Un claro modelo a seguir. 

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