Cultura

Málaga-Sevilla: mar de fondo

  • Impresiones a dos bandas de John Julius Reel, que presenta su libro '¿Qué pinto yo aquí?' hoy a las 20:00 en la librería Mapas & Compañía

Café Manhattan: lo vi en un abrir y cerrar de ojos al salir de uno de los túneles ferroviarios que punzan las montañas que se elevan al final del trayecto Sevilla-Málaga. Un signo de las horas venideras, 25 para ser preciso. Viajaba con mi esposa. Aunque sevillana de pura cepa, tenía muchas ganas de enseñarme Torremolinos, donde nos alojaríamos aquella noche en un hotel de 800 habitaciones en primera línea de playa. Fue en Torremolinos donde ella, hace 30 años y con apenas 15 años, vio un pub británico por primera vez y le picó el gusanillo de relacionarse con lo ajeno. Ni siquiera casarse con un neoyorquino había matado aquel gusanillo. Le iba a ser muy gratificante volver al punto de partida con el remate en mano, por así decirlo.

El hotel, su ubicación y estilo, la edad avanzada de sus huéspedes, y también la temperatura poco invernal de la zona me recordaban Boca Ratón, Florida, donde estuve hacía más de 25 años para competir en un triatlón. Igual que allí, solo los empleados eran de extracción española. En camino a nuestra habitación, esperaba el momento en el que un jubilado renqueante pidiera a mi mujer toallas limpias en inglés o alemán.

Habrá viajeros que discrepen, pero creo que el espíritu de un lugar no es otro que el espíritu de los lugareños. Por ejemplo, los sevillanos andan sobrados de pasiones y de calidez, pero su cordialidad (salvo entre ellos) es escasa y sus horizontes estrechos. Celebran con estilo y esplendidez lo suyo, pero solo lo suyo. El extranjero será siempre un extranjero en Sevilla, para bien o para mal. A mí me viene bien. Los poderes fácticos de la ciudad no me toman lo suficientemente en serio como para molestarse por lo que escribo. Por un lado, esta poca consideración me da carta blanca para opinar. Cuánto menos se juegue a la hora de escribir, más libre me siento. Por otro lado, la condescendencia con la que me miran me reta a escribir algo que por fin les amedrente para que me hagan caso. Tal combinación de plena libertad y de auténtico reto a superar la indiferencia mantiene mi mente tanto desenvuelta como aguda y hambrienta. En Sevilla, me siento incesantemente inspirado como escritor. Es posible que el día que su orden establecido me acepte, o espere algo de mí, sea también el día que mis musas mueran.

Viajé a Málaga para dar una charla en Casa Gerald Brenan, o sea, en la casa del Padre Pionero de la Patria Guiri, de la que yo era un miembro digno de dar charlas, según los asesores del Ayuntamiento de Málaga, por haber escrito un libro ¿Qué pinto yo aquí?. El aquí de mi libro es Sevilla, donde he vivido casi una década. Según mi esposa, mi charla habría tenido mejor acogida si hubiera tenido en cuenta de que estaba dirigiéndome a malagueños. Al final, uno de los asistentes me preguntó por qué no había elegido Málaga para mi aventura andaluza. La respuesta verdadera, que mi relación con Sevilla fue muy poco premeditada, naciendo de una huida de una vida estancada, me parecía pobre. Quería explicar cómo Málaga me habría servido o no como estímulo personal y artístico, pero, en aquel momento, solo había pasado dos horas en la ciudad. Ahora, con 23 más a mis espaldas, diría que no creo que Málaga me hubiera servido. Por los lugareños.

Empecemos con la primera persona a la que conocí al franquear el umbral de Casa Gerald Brenan: José Luis Cabrera, cuyo nombre está irrevocablemente vinculado a dos páginas webs, Torremolinos chic y Torremolinos now. Sí, chic y now, palabras extranjeras como las únicas adecuadas para deslindar un fenómeno intrínsecamente español. Cabrera igual te habla de la transcendencia cultural de la misa en latín que de la transcendencia contracultural de las chicas que iban al club de playa del hotel Tropicana para hacer topless durante los años del franquismo. Para que un blog sobre Sevilla tenga tanto renombre en la ciudad, tendría que elogiar lo castizo o burlarse de ello. Conocí a Cabrera gracias a Silvia, la coordinadora de Casa Gerald Brenan. Esta malagueña, por sus antepasados, tiene más que ver con el glamour de Nueva York y del Nuevo Mundo que yo, aunque, por sus gustos rockeros, parece inclinarse más por el grunge. Alguien como Silvia tendría tantas posibilidades de conseguir trabajo como gestor del patrimonio cultural de Sevilla como las que tengo yo de algún día dar el pregón de Semana Santa. Conocí a Silvia gracias a mis editores, Carlos y José Luis. Carlos, nacido de padre sueco y madre inglesa, dejó editorial Confluencias poco después de publicarme, pero, en los cinco años en los que estaba al frente de ella, la convirtió en una de las pequeñas editoriales más comentadas y respetadas de España. En Sevilla hay editores independientes con verdaderas inquietudes literarias, pero se ven eclipsados por otros que, en vez de crear un sello, se ocupan en formar una especie de sindicato (a veces amarillo) de la caspa ciudadana. José Luis, la mano derecha de Carlos, es otro malagueño por los cuatro costados. La primera vez que lo conocí me dejó alucinado, al hablarme, en un castellano culto y melifluo, y detrás de gafas de sol al estilo Hunter S. Thompson, de Jimmy Breslin y Pete Hamill, los cohortes de mi padre cuando este trabajaba en el New York Daily News hace 30 años. Un personaje de tal calibre en Sevilla me embobaría con conocimientos enciclopédicos más endogámicos y, en mi caso, más estimulantes a la hora de escribir. De eso se trata.

En Málaga ocurre lo mismo que en mi ciudad natal, Nueva York: la disonancia de cada uno aporta algo a la harmonía de la totalidad. Mi charla resultó ser una voz más en el coro calidoscópico. Tan perfectamente pegaba que se perdió en la polifonía. Temo que, si viviera en Málaga, sería el único que se percataría si cantara o no. Es decir, si hubiera elegido Málaga para mi aventura andaluza, no habría habido aventura. Igual que en Nueva York, al vivir entre tantas personas imposibles de etiquetar, mis musas se habrían ido a unas vacaciones permanentes, quizá pasando todo el día en el hotel Tropicana haciendo topless. Todo apunta a que esas damas se vuelvan apáticas al no sentirse unas extrañas. Tal como Groucho Marx se negó a pertenecer a un club que le admitiera como socio, yo, como escritor, no podría vivir en una ciudad capaz de contratarme para dar una charla.

Sevilla es un cuadro implacablemente barroco y sobrecargado. Allí se me ve (y me veo) a mil leguas. Por eso, la ciudad me ha definido. Como el contraste entre ella y yo no se puede subir más, he podido hacer un retrato acertado a ambos. Por otro lado, Málaga es un cuadro abstracto al estilo Jackson Pollock. Allí sería una salpicadura más en una tormenta inspirada de salpicaduras. Pintaría algo, pero no chirriaría nada. Por experiencia sé que si mi presencia no supone un contraste chocante, no estoy a la altura para explicar ni la salpicadura que soy ni la inspiración detrás del portento al que pertenezco.

Antes de volver a mi ciudad adoptiva, mi esposa me llevó a comer boquerones y coquinas. Según ella, que no es tonta, los pubs británicos podrían esperar. Después, bajé hasta el mar para mojar los pies en el Mediterráneo. Antes de Málaga, nunca lo había presenciado. Esperaba su mítica claridad, pero el agua era tan turbia como la de la bahía de Nueva York. Ni siquiera me llegaba a las rodillas, pero apenas podía ver mis pies. Málaga, como aquel otro crisol cultural, me habría borrado.

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