Cultura

El destino de los bufones enamorados

  • La producción de 'L'elisir d'amore' del Teatro Cervantes brinda argumentos notables para el futuro de la temporada

De la puesta en escena de L'elisir d'amore, el montaje de la ópera de Donizetti producido por el Teatro Cervantes y Producciones Telón y representado este pasado fin de semana en el coso malagueño, cabe extraer algunas conclusiones. La primera, ya conocida, es que Málaga tiene hambre de lírica: la función de ayer domingo, jornada electoral, contó con el aforo casi completo, como había sucedido el viernes. Y bastaba un ligero vistazo para comprobar que el público congregado era variopinto en todos los órdenes, con jóvenes y mayores, corbatas y vaqueros, tacones y deportivas. Semejante potencial exige, claro, una correspondencia; y lo cierto es que este L'elisir d'amore brinda argumentos a tener en cuenta para el futuro de una temporada lírica maltrecha y agonizante, frustrada tras la eliminación del Auditorio en el horizonte y en la que se mezclan, todavía, demasiadas cosas contrarias en cuanto a calidad, intención y alcance. El público que acudió en la tarde de ayer al Cervantes disfrutó de lo lindo y respondió la propuesta con aplausos que fueron de lo protocolario al entusiasmo; sobre las tablas acontecía un espectáculo serio como demostración de que es posible servir una producción de ópera digna, resolutiva y eficaz sin que la jugada deje de resultar rentable. La cuestión es bien conocida: el éxito pasa aquí por equilibrar el presupuesto y el talento, y este fin de temporada debería ser tenido en cuenta como base sustancial para la siguiente.

Los valores artísticos desplegados son muchos y sabrosos. La dirección escénica de Ignacio García aúna una ambientación convencional (pero efectiva, por cuanto no distrae de lo esencial y juega siempre a favor del discurso; mención aparte merece el diseño de vestuario de Mariana Mara, brillante y evocador) con la introducción de numerosos recursos teatrales que confieren agilidad y sobre todo complicidad al desarrollo. La entrada de Dulcamara es espectacular, pero la sabiduría de Ignacio García se revela en detalles cómplices de la imaginación: una breve coreografía por aquí, un simple vaso de agua derramado sobre una cabeza por allá, una escalera que se cuela, gestos y apartes que trascienden, el fin, el libreto, con tal de conferir al invento la precisa apariencia de juguete que necesita para su feliz funcionamiento. Del mismo modo, y en clara connivencia, la lectura que Arturo Díez Boscovich hace en la tarima de la partitura es tan rigurosa como frenética: el director hace caso a todos los piu vivace y lleva a la Orquesta Filarmónica de Málaga al brío exacto de la comedia bufa, al servicio del deleite. Por más que veinte años después Wagner decidiera tomárselo en serio, L'elisir d'amore, estrenada en 1832, es una parodia del romance medieval de Tristán e Isolda; y es en el tempo impreso a la arquitectura musical donde la parodia funciona con más inquina. Díez Boscovich desoye recientes versiones conformadas con un letargo confundido con solemnidad y le da a Donizetti lo suyo. Así queda manifiesto en pasajes como el dúo Una parola o Adina, que mantiene el tono feliz, casi inconsciente, cuando a menudo otros directores optan aquí por el ralentí.

La contribución de los solistas también debe interpretarse en términos de eficacia. Destaca especialmente el bajo Luis Cansino como un Dulcamara espléndido y arrebatador en su construcción cómica, natural y certero, virtuoso a la hora de hacer parecer fácil lo difícil (he aquí la gran virtud de los mejores solistas). Mercedes Arcuri compone con acierto a una Adina humana, muy de tierra, reivindicada como acreedora de libertad frente a otras lecturas angelicales y etéreas. Miguel Borrallo y Javier Galán asumen papeletas harto difíciles como Nemorino y Belcore, por cuanto en sus personajes la caricatura se refuerza ostensiblemente, aunque salen bien parados, igual que una más que solvente Eva Tenorio como la campesina Giannetta. Todos ellos hacen lo suyo sustentados por el Coro de Ópera que, salvo algunas mínimas inexactitudes en los finales, y con la dirección de Salvador Vázquez, merece todos los aplausos. Se pueden hacer las cosas bien, por tanto, con lo que tenemos. Y no es poco. Bien lo merece un público que pide más.

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