Cultura

El festín de Babette

  • La gastronomía más que formar parte de la trama se convierte en un personaje más o en la protagonista de la historia al hacer flotar las emociones

Es bien conocido que el objetivo final de todo ser vivo es la perpetuación de la especie. Para lograrlo deben cumplir con la función de la reproducción, esto es, la única manera de asegurar que su material genético se transmita de generación en generación. La premisa imprescindible para poder llevar a cabo tan principal tarea es adquirir la máxima energía posible del medio que les rodea y esta actividad se convierte en su segundo objetivo: la nutrición.

Aunque convenientemente camufladas por siglos de civilización y cultura, el hombre también hace de la reproducción y de la subsistencia las dos preocupaciones básicas de su peripecia vital y, en consecuencia, el cine como reflejo de toda actividad humana que es, se ha ocupado con profusión de ambos asuntos: el sexo y la comida. Dado que la continua exhibición del sexo -y de su sofisticado hermano el erotismo- en las películas daría más para un tratado que para un artículo, parece más oportuno -por una cuestión de espacio- reflexionar sobre la presencia de la gastronomía en el cine.

Son muchas las escenas famosas de películas que nos vienen a la memoria gracias a circunstancias culinarias. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, a Sylvester Stallone tragándose media docena de huevos crudos antes de su duro entrenamiento matutino en Rocky? o la memorable escena de Kramer contra Kramer en que Dustin Hoffman comienza su vida de divorciado intentando prepararle a su hijo, a modo de desayuno especial, unas tortitas francesas. Por muy buenas que sean las interpretaciones pasadas o futuras que realice Meg Ryan, su nombre quedará inevitablemente asociado al supuesto orgasmo que le provoca un sándwich en Cuando Harry encontró a Sally.

Otro hito gastronómico del cine fue ver a Charlot comerse una bota vieja hervida en La quimera del oro y no menos entrañable es la escena de El apartamento en que Jack Lemmon utiliza una raqueta de tenis para escurrir los espaguetis que amorosamente prepara para una desengañada Shirley MacLaine. En el ámbito nacional cómo no rememorar la extemporánea paella que en La corte del Faraón degustan, en comisaría y de madrugada, el comisario (José Luis López Vázquez), el cura (Agustín González) y Roque y Patricia (Fernando Fernán Gómez y Mary Carmen Ramírez) los acaudalados padres de un joven mimado, Tarsicio (Josema Yuste) que, junto a su novia Mari Pili (Ana Belén) y una compañía de cómicos muertos de hambre están detenidos por representar sin el beneplácito de la censura la famosa zarzuela que cuenta las andanzas del casto José (Antonio Banderas).

Pero no solo son escenas, existen películas enteras -más ahora con el boom televisivo de la gastronomía- que tienen como principal hilo argumental la comida, la cocina y la vida de los cocineros. De entre ellas, son dos y ambas relacionadas con cocinas exóticas, las que, a pesar de que no ser yo precisamente un gourmet, me parecieron excelentes películas: Comer, beber, amar, Ang Lee (Brokeback Mountain) vuelve a su país, Taiwan, para dirigir una historia de sentimientos y emociones entre un viejo chef viudo y sus tres hijas aderezada con los preciosistas platos que su padre les prepara.

Un toque de canela del director turco Tassos Boulmetis, es la nostálgica historia de un joven científico griego criado en Estambul que pone en práctica las lecciones que su abuelo, un filósofo-cocinero, le enseño para darle un toque de sabor a la comida y la vida. Sin embargo, mi favorita es una extraña película danesa de 1987, El festín de Babette (basada en un relato de Isak Dinesen que todos recordamos por Memorias de África) en la que la gastronomía más que formar parte de la trama se convierte en un personaje más o, por mejor decir, en la protagonista de la historia ya que es la comida la que consigue hacer aflorar las emociones en la vida triste y apática de los habitantes de una pequeño pueblo del norte de Dinamarca.

Su director Gabriel Axel concibe una película que recuerda tanto la trascendencia y misticismo de Dreyer en Ordet como la parsimonia y el simbolismo de Bergman en El séptimo sello. Babette es una mujer francesa que llega a la inhóspita aldea pesquera huyendo de la represión de la Comuna de París tras la derrota francesa en la Guerra Franco-prusiana en 1871. Es acogida en la casa de dos mujeres solteras, hijas de un estricto pastor de observancia luterana que con la excusa de la religión ha frustrado todos sus planes de ser felices ya que se han dedicado en cuerpo y alma a la puritana comunidad.

Babette pasa catorce años como criada y cocinera de las dos hermanas hasta que un día descubre que le ha tocado la lotería francesa en un billete que un amigo fiel le renovaba cada año. En vez de regresar a Francia, decide, a pesar de que para aquellas gentes los placeres de la mesa son completamente rechazables, gastar el dinero (10.000 francos) en demostrar sus habilidades culinarias (ella había dirigido la cocina del lujoso Café des Anglais en París) ofreciendo un banquete en honor del difunto padre de sus dos protectoras al que pretende invitar a toda la comunidad religiosa. Y, en ese momento, empieza la apoteosis. Babette hace traer de Francia ingredientes, manteles, vajilla, cubertería, cristalería y vinos para preparar una cena memorable. Los rudos y austeros comensales disfrutaran casi a regañadientes de un festín que son incapaces de valorar pero que, con la ayuda de los exquisitos vinos, terminará por introducir el placer y el gozo en sus tristes vidas. Vemos, asombrados, el espectáculo de Babette preparando los diversos platos con las depuradas técnicas de la más alta cocina francesa. La cena, desde el montaje de la mesa hasta el café y la copa de licor que la culmina es un crescendo de refinamiento y sensualidad. He aquí el menú: Sopa de tortuga acompañada de vino amontillado, le siguen los Blinis Demidoff con caviar y champagne. El plato principal son codornices en sarcófago (rellenas de trufa negra y con salsa del mismo carísimo vino que las acompaña). A continuación ensalada mezclum de lechugas, radichio y endivias con nueces y vinagreta francesa con una selección de quesos, entre ellos, Roquefort y Camembert. A los postres cake de cerezas frescas, frutas confitadas y una bandeja de frutas fresca: higos, dátiles, uvas y piña. Café molido y como digestivo un soberbio Marc Vieux Fine Champagne. Sencillamente Babette es una artista y ha regalado su arte para hacer felices quizá por una única vez en su vida a un grupo de gentes que así atisban, extasiados, ese maravilloso mundo de sensaciones que la religión les prohíbe.

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