Cultura

Eran fotógrafas, eran modernas

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ENTRE la artista -mujer- sepultada por el peso masculino de la historia, y la heroicidad puntual de la femme como individuo, existe un término medio: un lugar simbólico para la negociación de las diferencias, como afirma la historiadora del arte Patricia Mayayo en su espléndido Historias de mujeres, historias del arte (2003). Siguiendo el célebre Old Mistresses. Women, Art, and Ideology (1981), Mayayo recurre a Roszika Parker y Griselda Pollock para resaltar "las relaciones dialécticas que han establecido las mujeres artistas con las definiciones dominantes de la artisticidad"; una dialéctica que queda oculta en la consideración simplista de un relato que, para algunos, va de la marginación absoluta a la igualdad. El diálogo es preciso en cualquier negociación que se precie -siempre y cuando se den los factores propicios para que la posibilidad de un pacto exista- y la obra de las artistas de la nueva temporal del Centro Pompidou Málaga lo pone de relieve. Es este el punto clave, de hecho, cuando se aborda una exposición como Son modernas, son fotógrafas, que hasta el 24 de enero de 2016 podrá verse en el Cubo. Porque fue en un contexto feliz para la prensa y la publicidad (en el período de entreguerras, concretamente), merced a una disciplina liberada de la carga de la tradición y la Academia (la fotografía como arte asequible), donde estas artistas hallaron un espacio para negociar su propio sitio en la sociedad; un sitio en el que desarrollar cada proyecto artístico en libertad, contribuyendo asimismo a la evolución técnica y estética de la historia de la fotografía.

En este sentido, hay que incidir en que la negociación de las diferencias se refería, claro está, a conquistar un espacio para la creación: tanto en el estudio como fuera de él, aquellas fotógrafas se esforzaban en perfilar la mirada personal (cargando con sus influencias y deudas estéticas, al igual que sus compañeros masculinos). Así pues, encontramos un escenario favorable, moderno en definitiva, donde creadoras como Nora Dumas, Ergy Landau, Germaine Krull, Florence Henri o Dora Maar, entre otras, trabajaron para salir del gineceo a una esfera pública que aún se resistía. Ya lo decía la misma Germaine Krull: se trababa de saber mirar. De ahí que la primera de las salas lleve el rótulo de Laboratorio de mirada, para mostrar la figuración muerta de las maniquíes (Sans titre, 1937) audazmente captadas por el ojo de la húngara Landau. En este laboratorio al raso, la arquitectura y el paisaje urbano, con iconos como Notre Dame y la Torre Eiffel, sirven a Marianne Breslauer o a Denise Bellon para realizar sus composiciones; cuando no para trazar una línea de tipos captados por la espalda que crean una estampa triangular, como hace la alemana Ilse Bing en París, "three men on steps" (1931).

La exposición, que arranca y finaliza en la calle (puesto que la última de las secciones está dedicada al reportaje fotográfico), abarca igualmente la producción de taller -con el retrato como protagonista-, el desnudo y la foto dedicada a la moda y la incipiente publicidad. Especialmente sugerentes son la gritona de Landau (Sans titre, ca. 1925), así como los retratos con cigarrillo, casi un género en sí mismos, amén del desfile de personajes de la época como Colette (inmortalizada por Yvonne Chevalier en 1932), Cocteau, Balenciaga o Malraux; o los experimentos de la neoyorquina Henri, que llegará a la composición gracias al retratismo. Si bien es el desnudo el desquite fundamental para la mujer artista: un género prohibido que ya en este período comienza a ser accesible, por fin. Es el caso de Laure Albin Guillot y algunas de sus obras, como esa figura femenina diagonal de sombras ausentes (Sans titre, 1933). Fotógrafas de entornos rurales o urbanitas -como Nora Dumas o Krull, respectivamente-, serán testigos de tiempos difíciles de sopas populares; cuando no documentalistas etnográficas: Boda gitana en barrio marginal, preparación de la comida [en Saint-Ouen] (1938), de Bellon, constituye un excelente ejemplo.

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