LA reciente polémica en torno a la presunta reivindicación de derechos sobre la gestión de la Alhambra por parte del Gobierno marroquí no ha hecho más que revelar, más allá de todo el cachondeo, lo mucho que la sociedad y la cultura actual se sustentan en mitos falaces. El mes pasado, por ejemplo, visité el Museo de Arte e Historia del Judaísmo de París y en un panel dedicado a Sefarad se hablaba de España como un país históricamente no menos antisemita que Alemania en virtud de la expulsión decretada por los Reyes Católicos. Lo que ni ése ni ningún otro panel contaba es que cuando los Reyes Católicos decretaron la expulsión de los judíos, éstos ya habían sido expulsados de todas las naciones europeas, incluida Francia, ni que la misma Francia ejerció una presión más que notable para que Isabel y Fernando tomaran la decisión que finalmente adoptaron. Esta puntualización no resta responsabilidad histórica a España, pero resulta conveniente tenerla en cuenta a la hora de afinar el criterio. Los Estados, y también las regiones, se reafirman en argumentos poderosamente mitológicos: en Andalucía, sin ir más lejos, la pretendida concordia medieval entre los judíos, cristianos y musulmanes de al-Andalus todavía funciona como reclamo promocional, por más que se puedan poner no pocas objeciones al asunto. Y los nacionalismos periféricos tiran de mitología a mansalva: para Sabino Arana, por ejemplo, Euskal Herria era un edén verde y florido habitado por gigantes en el que los euskaldunes vivieron en paz hasta la pérfida invasión de los maketos. Málaga, no se crean, también se inventa sus mitos, y más ahora que en Feria se pavonea y enseñorea. Habría que ver qué fue en realidad el esplendor industrial del siglo XIX, cuál fue exactamente la contribución de la ciudad a la Generación del 27 como centro impresor, qué opinaba exactamente Picasso de Málaga y otras guindas no muy lejanas. Pero en fin, es Feria y por orgullo que no quede. ¡Viva Málaga!