pasado, presente, futuro

Simón Cano Le Tiec / Cultura@malagahoy.es

Sobre el aislamiento

EL aislamiento ha sido siempre la base ante la que el ser humano se ha derrumbado. Ya sea por la presión que el olvido existencial ejerce, o porque le hace sentirse más liberado de lo que ha estado en toda su vida, el hombre nunca ha podido alejarse de lo que le rodea, no al menos con un final grato. Es probable que el análisis de este comportamiento haya sido la clave para más de un director, puesto que, prestos a observar, Stanley Kubrick parece estar entre el mecanismo de la ciencia ficción, el psicoanálisis socio-sexual y el aislamiento físico y moral. El Resplandor es sin duda uno de los ensayos más convincentes sobre la obra de Stephen King, y lejos de representar el recurso al sobresalto más sencillo, se convertía en la enigmática cinta que tanto a influido en J. J. Abrahms (Perdidos). Ante la avalancha de acontecimientos que se iban dando a lo largo del filme, el espectador atendía al caos, a la soledad y al terror orquestados por Kubrick, mientras le parecía cada vez más complicado acceder a lo épico de la conclusión final; la mente del director era tal que podría haber tomado un relato de Philip K. Dick y hacerlo parecer un cuento de los Hermanos Grimm. Y aunque esté entre sus cintas más glorificadas, la adaptación de la novela de King era la culminación de una obra tan irregular como característica. Era cuando películas como Evita y Teléfono Rojo rasgaban la cortina de lo convencional y hacían un hueco para un aliento de lo transgresor que el cine europeo iba aplicando poco a poco. El cine de arte y ensayo, y muy particularmente aquel que presentaba los rasgos de la lucha contra lo convencional, lo podíamos encontrar en La semilla del Diablo, de Roman Polanski. Y similar es la manera en la que retoma la ambientación de la cinta en Un dios salvaje. El reflejo del urbanita de turno alejado de sí mismo, que busca el grito interiorizado, el incendio sofocado o el intento de enfriar el estrés; el ser humano más aislado de cuantos hay, ya sean indios que deciden retirarse de sus campamentos, o escritores que buscan la inspiración. En La semilla del Diablo, Polanski se recrea en la mentira y en la revolución onírica de su protagonista. Desnuda a Mia Farrow ante los ojos de sus secundarios, e incluso buscar hacer de ella una inactiva faceta de la sociedad, hasta que decide convertirla en la madre de alquiler de Lucifer. Esto último es la gota que colma el vaso. La comedia, tan satírica como fue El baile de los vampiros, ya sólo podemos encontrarla en lo ocurrente de su argumento, en la estética de sus personajes, y en lo grotesco y descarado que resulta ver a la sociedad urbana conspirar sobre como engendrar al vástago de Satán. Entre sueño que no es y realidad omitida, estructura a la matrona hasta que la furia explota como si el odio emanara de un agujero negro. Incluso en Repulsión, Catherine Deneuve no podía evitar sentir lo mismo cuando las paredes de su hogar comenzaban a hacer de ella un inerte animal entre las fauces de un escualo.

Ahora, tras el revuelo sensacionalista que ha hecho presa a Roman Polanski, parece que emerge el sentido de sus anteriores obras, ya sea como el homenaje a su juventud, o la representación del estallido emocional; como hubiese querido arrojar a Charles Mansons desde el Waldorf Astoria, o el edificio más alto de Nueva York.

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