QUE nadie piense que lo acertado sería ocultar, disimular o enmascarar los casos de corrupción que puedan descubrirse. Crear una auténtica y sólida conciencia de rechazo social contra la prácticas corruptas y abusivas que puedan producirse es uno de los mejores caminos para terminar o disminuir esta lacra de la actividad pública. Por tanto la transparencia, la claridad y la información sobre la existencia de estas prácticas deben ser siempre bienvenidas como fórmula para combatirlas. El problema aparece cuando estas denuncias se convierten en el arma política preferida para combatir al adversario político; entonces comenzamos a confundir el fin con los medios. A veces se tiene la impresión de que a falta de un proyecto político político solvente o una gestión política atractiva, la denuncia, real o ficticia, ajustada o exagerada, de posibles casos de irregularidades se convierten en el recurso preferido para atraer la atención de los medios y para lucir las acusaciones más descarnadas, ingeniosas e hirientes que puedan realizarse, sin que preocupe mucho el rigor o la verdad.

Poco importa que al cabo de los días, meses o años, aquellas denuncias que con tanto furor se condenaron, quedaran en la mitad de la mitad o simplemente en nada; lo importante es la rentabilidad del momento, el desgaste causado al adversario y la notoriedad adquirida. La lucha contra la corrupción deja de ser un fin para convertirse en el medio más cómodo y directo de la confrontación política. A veces, más que descubrir la verdad lo que importa es causar el máximo daño posible al oponente y esto también es una condenable forma de corrupción.

Y en medio de esta batalla se encuentra el ciudadano, hastiado, cansado y aburrido de soportar sobre sus sufridas espaldas políticas esta lluvia de denuncias, querellas y acusaciones. Perdidos y escandalizados de este continuo ruido de corrupciones, a veces no llegan a distinguir con claridad lo que es verdad de lo que es exageración, lo que es un hecho reprobable y condenable de que son meras hipótesis prematuras y oportunistas. Y lo malo de esta práctica pobre y lamentable es que produce un infinito cansancio ciudadano y un permanente y continuo hartazgo que lleva a la desconsideración global de los políticos sin distinguir partidos ni personas. Y esta reflexión se me ha ocurrido esta semana sin saber por qué. O quizás sí lo sepa.

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