AUNQUE la ruptura se evitó en dos tensas jornadas de negociaciones y desplantes, la crisis entre el PSOE e Izquierda Unida, que gobiernan juntos Andalucía desde hace dos años, ha dejado abiertas profundas heridas de malestar, antagonismo y desconfianza entre los dos socios. A mitad de la legislatura la coalición ha dejado de tener la solidez que aparentaba y se encuentra en serio peligro. Las discrepancias entre socialistas y neocomunistas sobre diversos aspectos de la política a aplicar por el Gobierno andaluz han pasado a primer plano, los propios coaligados se encargan de hacerlas cada vez más evidentes y, por si fuera poco, la crisis de la semana pasada ha sido reflejo de una contradicción más grave: el funcionamiento de las instituciones y el respeto a la legalidad no son concebidos igual desde el PSOE que desde IU. Es algo que irá a más. La propia crisis de los desalojados de la Corrala Utopía está lejos de quedar zanjada del todo, ya que la revisión de cada caso y sus consecuencias no dejarán de alimentar la distancia entre las concepciones y las conductas de unos y otros. Igualmente, el decisivo protagonismo de la presidenta de la Junta en el desarrollo del conflicto la deja literalmente expuesta a los vaivenes de la crisis inconclusa. Y si IU y PSOE se han enfrentado tan radicalmente como para arriesgarse a la ruptura por el problema de unas cuantas viviendas sociales, es evidente que sus posiciones opuestas en asuntos de mayor envergadura pueden hacer saltar en cualquier momento la chispa definitiva que acabará con el Gobierno bipartito. En todo caso, la incertidumbre y la inestabilidad no son precisamente buenas para Andalucía y para su arduo combate contra la crisis. Los socios de gobierno tendrían que aguantar el tiempo que falte para el fin anticipado de la legislatura con lealtad, respeto y trabajo y prepararse para que sean los andaluces los que revaliden o suspendan en las urnas su incompleto mandato.

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