La tribuna

ana Carmona Contreras

La encrucijada nacionalista

EL proceso soberanista catalán está atravesando una etapa crítica en la que se están poniendo en cuestión ciertas claves argumentales hasta ahora indiscutibles por parte de la Generalitat presidida por Artur Mas. El hecho es que desde sus inicios en julio de 2010, escenificado a través de la masiva reacción popular contra la sentencia del Tribunal Constitucional por la que la ambiciosa reforma propugnada por el nuevo Estatut quedaba condenada a la inoperancia, la reivindicación del derecho a decidir el estatus político de Cataluña en España ha experimentado un continuado ascenso, incrementando de modo considerable el número de adeptos. Junto al avance cuantitativo, se constató una tónica de creciente radicalización del discurso nacionalista en el seno de Convergència, la cual abandonó la vía de la legalidad para abrazar las reivindicaciones independentistas inicialmente sólo defendida por Esquerra Republicana. Esta dinámica alcista, sin embargo, ha sufrido un importante revés como consecuencia de algunos eventos acaecidos a lo largo del verano y que han puesto en evidencia significativas grietas que amenazan seriamente la continuidad del proceso. Desde una perspectiva política, la novedad fundamental a reseñar es que las incógnitas sobre la viabilidad del proceso en pro de la secesión han dejado de estar circunscritas exclusivamente al ámbito del Gobierno central y los denominados partidos "españolistas" (PP y PSC), sin olvidar a Unió -y su papel de díscolo socio minoritario-, viniendo a formularse por parte del propio Ejecutivo catalán.

Si la entrevista celebrada entre los presidentes Rajoy y Mas a principios del verano no arrojó ningún resultado tangible inmediato, al menos permitió un análisis en clave posibilista: mejor ver la botella medio llena -por fin, se sentaron a hablar-, en vez de quedarnos con el habitual enrocamiento en los consabidos planteamientos unilaterales y la recurrente incapacidad para acercar posturas. Tras el encuentro, la idea no verbalizada ni constatada materialmente es que nada se había movido, pero flotaba en el ambiente que algo se haría y en tiempo no muy lejano. De un modo u otro, algún tipo de compromiso, acabaría por producirse en aras de evitar el monumental choque institucional que traería consigo la celebración de la consulta soberanista fijada para el 9 de noviembre. A tal efecto, un primer e importante paso se dio desde la Generalitat, cuando su vicepresidenta afirmó sin ambajes que si el Gobierno central impugna ante el Tribunal Constitucional la ley de consultas populares que el Parlament de Cataluña ha de votar tras las vacaciones, la consulta quedaría pospuesta. Dado que el recurso de inconstitucionalidad contra dicha norma se da por descontado, la vía para el aplazamiento temporal, que no renuncia, quedaba formalmente abierta. El paso siguiente sería buscar alguna fórmula mediante la que encauzar la que, a fin de cuentas, sigue siendo la reivindicación clave de todo el proceso: superar la crisis de legitimidad en la que se halla inmersa Cataluña, articulando un cauce que permita la manifestación de la voluntad de los ciudadanos con respecto al estatus político de su Comunidad en el ordenamiento español.

En el actual escenario político catalán a nadie escapa que tal replanteamiento de la hoja de ruta soberanista lanzado desde la Generalitat, si bien merece una valoración positiva en tanto que expresión de una aproximación a la senda del orden constitucional, no cabe interpretarse sino como un evidente signo de la precaria posición en la que se encuentran tanto Artur Mas, como Convergencia. Una debilidad creciente cuya causa sigue estando en la absoluta dependencia que en esta legislatura mantiene el gobierno de Mas con respecto a Esquerra Republicana, constreñido a aceptar su férreo credo independentista a cambio de su imprescindible apoyo parlamentario. En tan compleja tesitura, no es de extrañar que el anuncio del aplazamiento de la consulta suscitara el inmediato rechazo por parte de aquella fuerza política, con lo que las dudas en torno a la continuidad de Mas al frente de la Generalitat vuelven a planear con fuerza en el horizonte. La novedad añadida es que a este recurrente factor desestabilizador de naturaleza externa, ha venido a sumarse otro, éste de carácter endógeno. Porque resulta obvio que la "confesión" de Jordi Pujol, referente indiscutible del nacionalismo durante décadas, sobre el origen irregular -y presuntamente delictivo- de la herencia paterna recibida hace décadas ha desencadenado un gravísimo cataclismo político cuya potente onda expansiva, lejos de aminorar, sigue proyectando una innegable acción perturbadora sobre el entorno de Convergència.

Atrapado por la disyuntiva de tener que elegir entre dos opciones en absoluto favorables a sus intereses -consumar la ruptura con la legalidad celebrando la consulta o renunciar a la misma, poniendo fin a su gobierno- y asediado por el abrumador lastre de Pujol, Mas afronta un momento extraordinariamente complejo. Porque, aunque desde su Ejecutivo se pretenda mantener un discurso de continuidad, la realidad es que el proceso independentista se halla en una encrucijada en la que, pase lo que pase, Convergència se perfila como principal damnificado. Y entre tanto se despeja la incógnita, Esquerra, en su papel de guardián auténtico de las esencias soberanistas, sigue incrementando su rédito electoral en el caladero de votos independentistas.

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