La tribuna

ángel Rodríguez

Aprendiendo de Escocia

EN Escocia, como en el resto del Reino Unido, se conduce por el lado izquierdo de la carretera. A ellos les va bien así, son sus reglas. El que aplique allí las nuestras se arriesga a tener un serio accidente de circulación, y no sólo conduciendo, como sabe todo el que ha intentado cruzar por un paso de peatones en Londres o en Edimburgo. Del mismo modo, el que intente aplicar aquí las suyas terminará muy probablemente teniendo una conversación con la guardia civil de tráfico. La enseñanza que debemos sacar de los escoceses no es, como algunos se apresuran a decir, que los catalanes deberían poder votar sobre su independencia igual que ellos han votado sobre la suya, sino que si en el Reino Unido han sabido resolver un importante problema político aplicando sus propias reglas, nosotros deberíamos ser también capaces de hacer lo mismo aplicando las nuestras.

Las reglas constitucionales británicas y las españolas tienen tanto en común como las de tráfico, y se parecen entre sí de la misma manera que el whiskey escocés se parece al cava catalán. Tanto el Reino Unido como España son regímenes democráticos, pero cada uno es una democracia a su manera, o, mejor dicho, en cuestiones constitucionales los británicos lo son a la suya y nosotros nos parecemos a todas los demás.

La principal diferencia, y la que explica por qué en Escocia ha sido posible un referéndum sobre la independencia como el del pasado jueves, es que en el Reino Unido el Parlamento no está limitado por una Constitución, lo que equivale a decir que el que mande en el Parlamento, es decir, el Primer Ministro, tiene un poder en teoría sin límites y en la práctica limitado sólo por la opinión pública, el precedente y la costumbre (y, últimamente por el derecho europeo). El Primer Ministro, con el apoyo del Parlamento, puede dotar a Escocia de más autonomía, como ya ha anunciado que va a hacer, pero puede también reducirla o eliminarla, del mismo modo que puede restaurar la pena de muerte, proclamar la República, obligar a todos a conducir por la derecha o convocar referéndums sobre cualquiera de estos asuntos. Nadie puede acudir allí a un Tribunal Constitucional, ni a ningún otro tribunal, con el argumento de que se estaría vulnerando la Constitución británica, porque ni existe Tribunal Constitucional, ni el resto de los tribunales pueden hacer nada al respecto. La razón es bien sencilla: no existe una Constitución.

Casi nada de lo que, en materia constitucional, funciona en el Reino Unido funcionaría en otros sitios, y de hecho poco a poco están copiando al resto del mundo porque a ellos mismos les está empezando a originar problemas. Desde luego, muy poca gente en España estaría a favor de dar a Rajoy o a los presidentes de las Comunidades Autónomas los mismos poderes que tiene Cameron, y somos muchos los que preferimos que el Gobierno, las Cortes y los Parlamentos autonómicos españoles tengan en la Constitución una lista detallada de lo que pueden y lo que no pueden hacer, pues la historia nos ha enseñado a no fiar ese papel sólo a nuestras costumbres y nuestros precedentes, tan diferentes ambos, también, de los británicos.

¿Quiere todo ello decir que un referéndum sobre la independencia de Cataluña es imposible en España? Yo no lo creo así, pero desde luego, lo que está claro es que no puede celebrarse al modo escocés. Nosotros sí tenemos una Constitución, y ni nuestro Gobierno ni nuestro Parlamento, ni nuestras comunidades autónomas pueden cambiarla sin atenerse al procedimiento establecido para ello. Por eso un hipotético referéndum para restaurar la pena de muerte, terminar con las autonomías, proclamar la república o permitir a los catalanes pronunciarse sobre su independencia, todos los cuales supondrían una reforma encubierta de la Constitución, no puede ser convocado, salvo si se hace del modo y en el momento en el que la propia Constitución lo permite, y en algunos casos lo exige, como parte del procedimiento para su reforma.

Nuestro Tribunal Constitucional ya ha tenido varias oportunidades de pronunciarse sobre cómo podrían andarse los caminos para intentar resolver conforme a la Constitución la cuestión del encaje territorial de Cataluña. Casi con toda seguridad aclarará aún más algunos aspectos de su doctrina cuando resuelva el recurso que le presentará el Gobierno contra la ley de consultas catalana. Existen además precedentes de países, como Canadá, que nos han dado importantes lecciones sobre cómo podría resolverse un problema similar, el de las pretensiones independentistas de Quebec, sin vulnerar una Constitución que, allí como aquí, es la norma suprema de la nación. Esas son las vías que nuestros representantes deberían comenzar a explorar seriamente.

En definitiva, hará falta seguir hablando sobre la cuestión catalana, y probablemente por algún tiempo. Mientras tanto, el presidente de la Generalitat podría invitar a su colega, el Ministro Principal escocés, e instruirle sobre cómo gestionar el autogobierno que ya disfruta Cataluña y que al parecer pronto va a disfrutar Escocia. Cuando conozca nuestras reglas, es posible que se sorprenda de que nuestras autonomías, a diferencia de la escocesa, están constitucionalmente protegidas. Allí, el Parlamento de Westminster podrá en cualquier momento quitarle lo que ahora anuncia que la va a dar.

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