calle larios

Pablo Bujalance

El incordio de los extraños

Una partida de parchís nocturna y al aire libre sancionada con una multa: he aquí otro motivo para reflexionar sobre lo público Tal vez hubo un sentido de vecindad que se perdió para siempre

EL pasado fin de semana estuve por primera vez en Villanueva de Córdoba, municipio en el que Manuela va a dar clases durante el recién comenzado curso. La perspectiva, en estos casos, resulta interesante: uno llega de nuevas a un sitio con la seguridad de que va a regresar al mismo con frecuencia durante un tiempo prolongado y anticipa ya el momento en que las calles, los rincones, los parques, los bares y los distintos enclaves habrán ganado la familiaridad suficiente como para caminar por ellos con los ojos cerrados, cuando todavía uno se pierde en ellos apenas avanza dos manzanas. De Villanueva de Córdoba me quedo, por ahora, con el bellísimo paraje del Valle de los Pedroches, sus enormes encinares proveedores de sombra al ganado, sus hechuras castellanas y la hospitalidad de sus gentes. Pero, a lo que iba: paseando por sus aceras, de nuevo frecuenté la costumbre de compartir saludo y gesto en consonancia con vecinos a los que, claro, no conocía. Uno se cruza por una calle o una plaza con una mujer que trae unas bolsas o un anciano que se ayuda del bastón y lo propio es decir "buenos días" o "buenas tardes", según proceda, sin que importe quién sea el presunto. Nunca he vivido en un pueblo de manera, digamos, estable, pero sí lo suficiente para desconfiar del romanticismo con el que muchos habitantes de la ciudad pintan la vida en las villas, que si la tranquilidad, que si tal o cual sentido de hermandad, que si en los pueblos todo el mundo se conoce (que todo el mundo le conozca a uno alrededor puede resultar tan deseable como digno del peor de los infiernos); pero, cuando uno visita un pueblo, lo que sí acontece es la categoría de vecindad, y al vecino, por el mero hecho de serlo, se le debe cierta cortesía. En una ciudad como Málaga, donde las relaciones son (signo de los tiempos) más impersonales, uno saluda como mucho a los conocidos del barrio, y a veces ni eso. Recuerdo los paseos veraniegos que daba en mi niñez por Carranque y la Cruz de Humilladero e ir dando las buenas tardes a los vecinos que fresqueaban sentados a las puertas de sus casas para distraer los efectos del terral; entonces Málaga era aún una ciudad por hacer, pero ya lo es por derecho, moderna y cosmopolita, abierta y tolerante según el prejuicio secular pero reservada y a lo suyo como todas las urbes de su tamaño. Esta cualidad no tiene que entrañar un juicio positivo ni negativo a priori; el problema llega cuando el otro, antaño llamado vecino y ahora poco más que transeúnte, se convierte en agresor por definición, en una molestia a eliminar y en un vulnerador sistemático de derechos que se interpretan como si fuesen privilegios.

La noticia la publicó el pasado domingo mi compañera Celina Clavijo y dio de qué hablar: un grupo de jóvenes fueron sancionados con una multa de cien euros por jugar una partida de parchís al aire libre en una plaza de la Purísima, cerca de Eugenio Gross. Al parecer, dado que el campeonato se había organizado de madrugada, su actividad impedía a los vecinos denunciantes conciliar el sueño. Las quejas se referían expresamente al ruido que provocaba el meneo de los dados en los cubiletes y su posterior caída al tablero, una tortura insoportable que merecía la intervención de las fuerzas de seguridad. Los denunciados, a su vez, consumían alegremente agua y refrescos sin alcohol, lo que podría interpretarse como un chiste de mal gusto si se recuerda que el Ayuntamiento ha decidido no atajar de una vez la borrachera descomunal en que se ha convertido la Feria del centro, aderezada con el destrozo del mobiliario urbano y el libre fluir de detritus orgánicos para suplicio de unos vecinos que, insisto, tendrían derecho a clamar al cielo y pedir justicia divina tras la sanción a los jugadores de parchís. No pocos lectores han lanzado comentarios alabando la actuación policial en virtud del sacrosanto derecho al sueño de la clase trabajadora, pero lo que enlaza este suceso con lo que contaba antes sobre la extinción del sentimiento de vecindad es la afirmación de Sartre: el infierno son los otros. La policía, al igual que los bomberos y el ejército, es una institución consagrada a prestar al ciudadano determinados servicios que éste no puede conseguir por sus propios medios. No dudo de que la jarana montada en torno a una partida de parchís puede resultar molesta, más aún en el silencio de la noche; pero un mínimo sentido de la vecindad habría movido a los afectados a bajar a la calle, exponer a los jugadores su necesidad de descansar y llegar a un acuerdo. Pero ésta, ya se sabe, es una época poco propicia a la negociación. Es mejor llamar directamente a la policía y que se encarguen ellos de dar una lección, porque el otro al que se refería Sartre es un indeseable que no tiene nada que ver con uno mismo, que no responde a los intereses propios, y con el que, desde luego, es mejor no departir cara a cara; ya ven, la vida en la ciudad ha mermado poderosamente nuestra capacidad de relacionarnos. Los denunciantes aseguraron que la agresión venía repitiéndose desde hacía tiempo, así que el rencor acumulado era mucho. Lo peor es que la policía acceda a tales desmanes. Si esto cunde, estamos perdidos.

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