SE han cumplido tres años del anuncio por parte de ETA de que abandonaba definitivamente la violencia, y algún tiempo más desde que la fortaleza del Estado democrático le impidió cometer atentados contra la vida y los bienes de los ciudadanos vascos y españoles. En consecuencia, el terrorismo etarra ha dejado de formar parte de las preocupaciones de los españoles, en cuyo índice había venido destacando junto al paro y la crisis, según atestiguaron reiteradamente los barómetros del CIS. Es un hecho histórico que los etarras hayan dejado de matar, y lo es más aún que lo hayan hecho por haber sido derrotados por la acción policial y judicial, la unidad política y social de España y la cooperación internacional. Fueron vencidos sin haber conseguido ninguno de sus objetivos políticos y sin doblegar al sistema democrático forzándole a aceptar alguno de sus variados chantajes. Dicho esto, hay que añadir inmediatamente que la organización terrorista ha renunciado a la violencia, pero no se ha disuelto ni ha entregado las armas. Sus escasos efectivos, aun conscientes de su derrota, se niegan a desaparecer, mantienen un estrecho control sobre buena parte de los terroristas presos, a los que impiden acceder a las medidas de reinserción legalmente previstas, y se empeñan en pretender que el Gobierno de la nación negocie con ellos el final definitivo de lo que llaman "el conflicto", con pretensiones de una mesa de diálogo entre iguales y trueque de paz por presos. Al mismo tiempo, tratan de erigirse en interlocutor político en el País Vasco, tutelando a la llamada izquierda abertzale. Es decir, con planteamientos previos a su derrota y que el Estado no puede aceptar de ninguna manera. Ya es suficientemente grave el hecho de que sus seguidores y cómplices se hayan introducido en las instituciones democráticas sin haber expresado rotundamente su rechazo a la violencia terrorista y que algunos de sus presos más sanguinarios se hayan beneficiado de la derogación de la doctrina Parot. Frente a eso, el Estado ha de actuar con consecuencia, intensificando su acción de dignificación y ayuda a las víctimas, imponiendo el relato de los años de plomo como lo que fueron, un bárbaro ataque a la libertad de todos, y manteniéndose firme en lo fundamental: no se negocia con la banda terrorista, ni sus reivindicaciones políticas ni la suerte de los terroristas presos, no se reinserta a los terroristas salvo que abjuren de la violencia y reconozcan el daño causado a las víctimas, y no se canta victoria ni se proclama la paz definitiva mientras ETA no se disuelva y entregue las armas que aún siguen en su poder. Tienen que resignarse a reconocer que han perdido su guerra.

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