Calle Larios

pablo Bujalance /

Psicología fina

CUENTA mi mujer que, en su infancia, cuando mi suegra alcanzaba ese punto en que los padres están dispuestos a liarse a tortas, amenazaba con sacar "el manual de psicología". Lo cierto es que, por más que Paulo Coelho venda muchos libros y el fenómeno de la autoayuda siga captando a inconscientes, la disciplina favorita de Skinner y Pavlov resulta aún útil en una sociedad, la Occidental, inclinada a perder el Norte a la vuelta de la esquina. Y eso que sus dictámenes no son precisamente amables: al principio, el modelo conductista dictaminó que el ser humano es poco más que un títere programado para responder a los estímulos del entorno; y después, el psicoanálisis, que es una especialidad médica, resolvió el asunto de la personalidad a base de complejos y traumas (lo cual no deja de ser un negocio redondo: si todo el mundo está enfermo, todo el mundo necesita un doctor). En las últimas décadas la psicología ha abrazado registros diferentes, más cándidos, a costa de la superación personal, la creatividad y hasta el amor. Pero el predicamento a la hora de recomponer los cables rotos sigue siendo, más o menos, el mismo de siempre. Ahora, la Facultad de Psicología de la UMA se ha ofrecido al Ayuntamiento para una misión de altura: investigar los perfiles de los desalmados que no recogen las cacas de sus perros de las aceras para afinar más y mejor en futuras campañas de concienciación. Al Consistorio le ha parecido el asunto estupendo y ya están en ello. No sé ustedes, pero yo ardo en deseos de leer las conclusiones.

Aquí donde me ven tengo perro, maldita sea, un shar-pei negro y cabezón de ocho años que responde al nombre de Sócrates y con un aparato digestivo a prueba de bombas de hidrógeno. Cada mañana le doy su paseo reglamentario y siempre llevo conmigo mi rollito de bolsas aislantes para ya saben qué. Pero, dado que todos los días me cruzo en el barrio con otros propietarios, alguna vez he visto a gente que deja el regalito donde mismamente lo pone la mascota. No he dispuesto de tiempo ni de ganas de hacerles un test a estos ciudadanos tan poco responsables; pero sí he tenido la oportunidad de comprobar que entre ellos hay de todo: quinquis de medio pelo, gráciles ancianitas, señores con bigote que hacen como que no se enteran mientras leen el Marca, jovencitas imitadoras de Violetta y deportistas que no se detienen a limpiar para no frenar la buena marcha del running. No sé si de todos estos hijos de Dios se podrá extraer un perfil psicológico común. Lo que sí sé es que recoger o no recoger la mierda que uno deja es una cuestión ética. Pero a ver quién financia un estudio sobre la materia.

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