SE les acabó el tiempo de predicar. Ahora que Podemos ha elegido secretario general y ha optado por estructurarse a la manera de una formación partidista cuasi clásica, llega la hora de dar trigo, de formular un programa político serio y realista con el que competir en las urnas.

Ya no basta con la descalificación genérica de "la casta", ese magma en el que incluye a todo cuanto respira extramuros de su utopía; tampoco, con seguir patrimonializando una indignación lógica aunque, a la espera de soluciones posibles y mejores, ineficiente. La olla está en el fuego, el agua hierve y queda el verter en ella los ingredientes para cocinar ese puchero nuevo que nos reanime y reconforte.

De eso, del futuro y sus caminos, Iglesias nos adelanta poco. Su idea más tangible -la de acabar con el "régimen"- permite una doble objeción. De una parte, olvida cuánto ha hecho este "despreciable sistema" por España y los españoles: fue la Constitución de 1978 la que nos permitió ganar la democracia y convertir este país nuestro en una sociedad moderna, libre y plural. De otra, más allá de su furia destructora, Podemos no diseña -o al menos no enseña- cuáles serían las piezas de reemplazo de lo que considera caduco y propio de "viejos de corazón".

Es, entiendo, la cuestión central. Se emprende el derribo de algo cuando se cuenta con la absoluta certeza de levantar sobre el solar recién alisado un edificio más funcional, cómodo, transparente y habitable. Aguardamos, pues, los planos de la España de Podemos, de su reconstrucción sobre la nada en la que diríase detenido su impulso de cambio. Iglesias ha de aclarar si lidera una alternativa que viene a reformar nuestro imperfecto sistema democrático o si se dispone simplemente a acabar con él. De la necesidad de lo primero no tengo duda alguna; De los riesgos, incertidumbres y peligros de lo segundo, tampoco.

Adereza Iglesias su guiso dinamitador con evasivas populistas e intenciones ambiguas: nada sabemos del fundamento de sus hallazgos económicos, sociales y de política internacional; nada, en fin, de la letra de la música de un flautista que, hoy por hoy, se contenta con encaminar a las encantadas masas a sus ignotos pagos.

Cual Moisés, quiere guiarnos a una presunta tierra prometida. Falta, claro, que nos comunique el dónde de su paraíso, el cómo del fabuloso tránsito y el cuándo -hartos estamos de eternas provisionalidades marxistas- de tan gozosa e inédita arribada.

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