En tránsito

eduardo / jordá

La gran ilusión

AHORA que se acerca la Navidad, me gusta recordar una historia que me contó mi padre sobre el médico francés que fue su profesor de cirugía en un hospital de París. Este hombre, que se llamaba Jean Debeyre, era en 1936 un médico recién licenciado. También era un joven comunista, y al empezar nuestra Guerra Civil se alistó como voluntario en las Brigadas Internacionales. Estuvo destinado en varios hospitales de campaña en la zona republicana, y vio los combates en Madrid y en Aragón, hasta que cayó prisionero en los alrededores de Teruel. Con él cayeron prisioneros otros cuatro médicos franceses, todos comunistas como él.

El médico y sus compañeros fueron internados en un campo de concentración cerca de Zaragoza. A muchos de sus compañeros de las Brigadas Internacionales los habían fusilado, pero esos franceses tuvieron más suerte, supongo que porque eran médicos y eran necesarios. No sé lo que pasó, porque mi padre no llegó a conocer bien esa parte de la historia -o el médico que la vivió no quiso contársela-, pero el caso es que el joven francés y sus compañeros de internamiento empezaron a tratar al coronel franquista que mandaba el campo. Y poco a poco empezó a surgir entre ellos algo muy parecido a lo que ocurría en una película que se estaba rodando justo en aquellos momentos -La gran ilusión, de Jean Renoir-, y que contaba la historia de la amistad que se iba fraguando entre un oficial francés prisionero y el comandante alemán del campo de prisioneros (interpretado por el gran Erich von Stroheim). Pero había una diferencia notable con respecto a la película de Renoir: en ésta, los dos oficiales que luchaban en ejércitos enemigos y que se hacían amigos eran aristócratas, mientras que en la dura realidad de la Guerra Civil, el militar español era franquista y sus cinco prisioneros eran comunistas franceses.

Nunca llegaremos a saber lo que ocurrió dentro de aquel campo ni en el corazón de aquellos hombres, porque eso pertenece al territorio misterioso del alma humana, pero muchos años después de acabar la guerra, cada año, los cinco supervivientes franceses volvían a Zaragoza y se reunían con el coronel que había sido su carcelero. Era un rito obligado para todos ellos. Y cuando el coronel murió, esos antiguos prisioneros franceses, que habían combatido contra él, acudieron al funeral y se despidieron de él. Si me contasen esta historia en un libro, me costaría creerla. Pero sé que es verdad. La vida, a veces, puede ser muy hermosa.

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