La tribuna

ismael / yebra

La mirada de la violonchelista

APENAS fueron unos segundos. Tal vez dos, tres, no más. Yo regresaba a casa de mi trabajo matinal y pasaba por las calles peatonales del centro de la ciudad. El tráfago prenavideño, los vendedores callejeros de décimos de lotería y unos rumanos tocando de forma rutinaria su acordeón creaban un ambiente excesivamente ruidoso y pleno de desorden.

El ruido fue decreciendo al llegar a una calle igualmente peatonal, perpendicular a la anterior, de menor paso y con escasa actividad comercial. Varios locales cerrados a causa de la manida crisis y algunos comercios clásicos desaparecidos, mostraban letreros en sus vacíos escaparates en los que figuraba un número de teléfono para los interesados en su alquiler.

A lo lejos comencé a escuchar un sonido cadencioso y profundo, pleno de expresiva melancolía y con ritmo lento, muy lento, increíblemente lento. Parecía proceder de otro mundo, al menos de otro ambiente, de otro lugar menos bullicioso y anárquico. Me vinieron a la mente la imagen de Pau Casals y, a escala doméstica, la escena familiar de la nieta de mis amigos Manuel Rico Lara y María Castelló tocando la viola de gamba en su casa de la sierra de Huelva.

En tanto seguía andando la música sonaba más cerca. El sonido profundo del violoncello me iba envolviendo a medida que me aproximaba. Saliendo del estruendo de la calle anterior tuve la sensación de entrar en un lugar sagrado en el que se había creado una atmósfera mágica. Divisé a su intérprete. Estaba delante del escaparate de una camisería de lujo. Era una mujer de unos cuarenta y muchos años, morena, vestida discretamente en tonos oscuros. Sentada en una silla tocaba su instrumento abrazándolo como quien lo hace a un ser querido. Delante de ella el atril con las partituras y una pequeña cesta para recoger monedas.

Seguí andando sin detenerme. Giraba la cara en dirección a ella contemplando la escena. Al llegar a su altura apartó sus ojos de la partitura y me miró, cruzamos nuestras miradas. Apenas fueron dos segundos. Pero me parecieron eternos, como si el tiempo hubiese sido detenido, como si nada tuviese que ver ese concepto de su medida que es el segundero y esa sensación de agobio que se experimenta con su movimiento continuo. Yo seguí andando, mirando al frente; ella volvió a mirar la partitura, mientras la melodía seguía acompañándome hasta apagarse lentamente al llegar a una plaza cercana en la que, nuevamente, el bullicio me hizo descender al mundo real.

No puedo olvidar esa mirada. En apenas dos segundos me dijo más que la mayoría de esos novelones premiados de más de quinientas páginas. Pensé en lo que se escondía detrás de aquellos ojos. Una infancia, unos estudios musicales, una familia, unos amores, alguna ausencia… No era una mirada triste, pero tampoco derrochaba felicidad. Sus ojos no eran lánguidos ni estaban muertos, pero sí transmitían melancolía y un cierto grado de desencanto. O al menos yo así quise verlos.

Me gustaría equivocarme, pero adivino una gran frustración después de años de estudio en un conservatorio y de miles de horas de práctica tocando el instrumento, con la idea de formar parte algún día de una orquesta importante y contar con una nómina de la que poder vivir. Cuando una persona decide sentarse en plena calle y ponerse a tocar una partitura de Bach o de Pachelbel, en tanto los viandantes prosiguen su camino, ajenos a ello, sin prestarle la más mínima atención, a cambio de alguna moneda con la que poder comprarse un bocadillo, es que su situación personal le ha llevado a tal grado de desesperación y de infortunio que no le importa exponer su desdicha públicamente. Y digo desdicha porque, aunque digna, no deja de serlo.

Dos segundos bastaron para que viera de cerca los ojos de la crisis. Esa palabra que a fuer de ser repetida una y otra vez parece irse vaciando de contenido. Sin duda es algo más que un término técnico y una simple coletilla a la que tan acostumbrados nos tienen los medios de comunicación. En sólo dos segundos capté la mirada de la tragedia que supone la frustración personal, y el fracaso social resultante de tanto materialismo y tanta vulgaridad. Los ojos de la violonchelista se clavaron en mi conciencia, disfrazados del sonido angelical de unas notas musicales que, por unos momentos, me hicieron sentirme un ser racional. Oyendo el sonido profundo del violonchelo descubrí unos ojos maduros, serenos, melancólicos. Tras ellos sentí latir un corazón humano. Un otro yo que iba en mi mismo barco y cuya deriva nos conduciría a todos a una segura tragedia. Desde entonces, para mí, la palabra crisis no designa unos fríos números y un concepto económico, sino algo más profundo: una mirada.

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