PREMIOS como el Cervantes, al que desde su instauración se le pretendió dar categoría excelsa, deberían abandonar su periodicidad anual y otorgarse cada tres, cuatro o cinco años, uno por legislatura por ejemplo. De aquellos escritores de relumbrón que lo obtuvieron en las primeras ediciones a los presentes va un abismo literario, más o menos el que separa a los genios de los adocenados. Por muy extensa que sea la nómina de escritores que se expresan en español, no da para un talentoso al año. Luego pasa lo que pasa, termina importando más el continente que el contenido, es decir, se habla más de la chaqueta hortera del galardonado que de su obra literaria.

Para el escritor comprometido la indumentaria es punto intocable, y morder un poco la mano que le da de comer también. ¿Que sus libros sean más que menos pestiños infumables? No importa, a fin de cuenta son libros comprometidos, pura denuncia de los males culpables de tener a España entre los países más injustos del orbe y a la cultura occidental como la gran opresora de la humanidad, daños morales suficientemente fuertes como para obligarle a bajar al moro a fijar residencia. ¡Qué suerte estar comprometido con la causa! ¿Qué causa? Da igual, los euros del premio son gasolina para continuar luchando por ella con cierta tranquilidad estomacal.

En cualquier caso, descontada la chaqueta hortera del escritor plúmbeo de corbata macarra, el último premiado tiene un punto en común con Cervantes. No es el de la escrituras, faltaría más; ni el desaliño indumentarios, faltaría menos; ni siquiera las fatiguitas vitales del padre de Don Quijote, que no parece que las haya sufrido en vida el galardonado ni nadie desea que las sufra. No, no son esas las coincidencias. La cosa va más por el Rh; por los cielos que vieron los ojos de ambos al nacer y las aguas que aplacaron su sed de infantes. Y es que según las últimas investigaciones de una universidad catalana, Cervantes nació por allí (los mismos estudiosos concluyeron que Santa Teresa también). Es más, se sabe que se alimentó de butifarras, bailó sardanas y no puso una empresa textil de puro milagro. Luego, al igual que el barcelonés distinguido en la presente edición, se bajó al moro; pero mientras Miguel de Cervantes Saavedra fue directo a un presidio argelino, el segundo lo hizo a una simpática casita del reino aluita. Nada como el moro.

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