FUE hace tres años cuando María Luisa Cerrillos explicó en Málaga los riesgos que tenía declarar a una ciudad patrimonio de la humanidad. Lo hizo en unas jornadas organizadas por la Asociación de Vecinos del Centro Histórico y el Colegio de Arquitectos en la que estuvieron presentes varios responsables municipales. Y fue desde su experiencia como directora del Programa de Patrimonio de la Agencia Española de Cooperación Internacional, miembro de la Comisión de Urbanismo y Accesibilidad del Grupo de Ciudades Patrimonio Mundial de España, y directora del Plan Especial del Centro Histórico de la Laguna, desde la que sostuvo que el reconocimiento de una ciudad como patrimonio de la humanidad puede traer más consecuencias negativas que positivas. Que no es otra cosa que la pérdida de sus señas de identidad social como resultado de la frenética carrera que desata para ponerla al servicio del turista. Pero hay que reconocer que esto, en una Málaga que ha llevado la terciarización de su centro histórico a unas cotas inimaginables hace treinta años, ha dejado de ser una amenaza para convertirse en una realidad. Desde este punto de partida, no sería mala cosa que la UNESCO distinguiera a nuestro casco antiguo y puede que de camino nos sirviese para que nos tomásemos más en serio las continuas agresiones que sufre el patrimonio que aún queda. Aunque tampoco hay que olvidar que esa defensa debe ser previa a la declaración, y que para llevarla a cabo, no hace falta ningún reconocimiento internacional.

Otra cosa es que pueda ser. Sin dejar de reconocer que el centro de Málaga ha sufrido una transformación importantísima en los últimos veinte años, debemos ser conscientes de que está muy lejos de tener el "valor universal excepcional" que se le exige a los bienes culturales que aspiran a esta distinción y de cumplir alguno de los seis criterios requeridos. El centro histórico de Málaga no es una obra maestra de la creatividad como tampoco es testimonio único de una civilización; ni del intercambio de valores humanos a lo largo del tiempo; su conjunto arquitectónico no es un ejemplo eminente de una etapa de la historia (y mucho menos después de la pérdida de más de doscientos inmuebles en las dos últimas décadas); no es ejemplo representativo de una cultura o de su relación con el medio ambiente; y tampoco está relacionado con creencias, tradiciones, ideas o trabajos artísticos hasta el punto de distinguirse por ello. Por más que nos pese, no es el centro histórico de Córdoba, Toledo, Burgos, o Cuenca; ni las ciudades viejas de Ávila, Segovia o Salamanca. Por mencionar solamente algunos ejemplos de este reconocimiento en España.

Tal y como está el patio, está por ver quién se atreve a decir que no a algo tan políticamente correcto como proponer que reconozcan a su pueblo patrimonio de la humanidad (o Capital Verde o Cultural Europea). Todas las ciudades necesitan un proyecto que las catalice. Y si en la lucha por éste aparece un adversario exterior cuyo triunfo pueda presentarse como un oprobio, habremos encontrado nuestra propia Estasia: uno de esos superestados que Orwell describía en 1984, continuamente enfrentados entre sí para asegurar su unidad monolítica mediante el conflicto con un enemigo exterior. Dado que el camino para ser declarado patrimonio de la humanidad comienza por que tu país te seleccione para ser inscrito en la lista provisional, donde ya hay unos cuantos candidatos esperando el reconocimiento último y es de suponer que otros tantos esperando a entrar, el enfrentamiento por los supuestos agravios está servido.

Con María Luisa nunca se está seguro si sabe más por viejo o por diablo; pero debió verlas venir cuando nos visitó hace tres años. De todas formas no recuerdo que se preocupara demasiado. Supongo que no lo vio muy factible.

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