Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Lealtades

DECIMOS de alguien que ha tenido una trayectoria coherente con la intención de celebrarla, pero a menudo esa aplaudida firmeza no significa otra cosa que cerrazón, empecinamiento o intransigencia. Es habitual entre los nostálgicos de las soluciones autoritarias o entre quienes se repiten a sí mismos -y pregonan a los cuatro vientos, proponiéndose como ejemplos de probidad- que no han traicionado sus ideales de juventud, sin pararse a pensar que acaso estos no sean merecedores de semejante contumacia. Esos individuos rocosos, encastillados, impermeables, pueden conmover por la perseverancia en la observación del credo que abrazaron un día con entusiasmo, como el que ve la luz camino de Damasco, y han seguido entonando desde entonces sin variar una coma, pero la fidelidad recalcitrante no certifica que los principios que uno considera irrenunciables sean objetivamente buenos, conserven su vigencia de forma indefinida o valgan para todo el mundo.

Son las personas, no las ideas, las que merecen una entrega permanente e incondicional, por eso es posible e incluso muy deseable la cercanía afectiva hacia quienes no comparten del todo o para nada nuestra manera de ver el mundo. Sea de la orientación que sea, la unanimidad ideológica desprende siempre algo siniestro, pues donde la hay proliferan los monigotes intercambiables, los aduladores, los sicofantes, de modo que acaba por perseguirse la desviación o la disidencia. Los muy convencidos sólo se sienten seguros entre gente cortada por el mismo patrón, que opina lo mismo de los mismos asuntos y concibe como enemigos -o como pobres diablos, dignos de lástima o desprecio- a quienes se salen de la norma.

Es importante, se oye, ser fiel a uno mismo, pero como dijo el poeta un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno, no son nada, menos aún cuando presumen de convicciones inalterables -yo no me he movido, suelen afirmar, son los otros los que lo han hecho- e inmunes al paso del tiempo. Esos otros, sin embargo, los que de corazón nos acompañan o han acompañado, son los que merecen una lealtad sostenida, ella sí perdurable -obligada- más allá de las circunstancias. Tienen algo de inhumanos episodios en apariencia heroicos como el del caudillo que acepta el sacrificio de su propio hijo para no rendir la plaza, y por el contrario entendemos al lúcido pensador que entre la justicia, después de todo un concepto abstracto, y la madre -la vieja analfabeta que lo había criado- elegía sin dudarlo la segunda.

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