Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Frimario

HABRÍA que acudir a un convertidor de fechas para comprobarlo, pero más o menos hoy -o ayer, o el domingo- empezó el tercer mes del otoño de acuerdo con la efímera nomenclatura que instituyó el Calendario Republicano, cuyo nombre, Frimario, deriva del término francés para designar la escarcha. Tras los que aludían al tiempo de la vendimia y al de la bruma, este mes era el último de la estación con la que se iniciaba el año en el almanaque jacobino, en el que también los días -no en vano la elección se atribuye a un poeta, bien que al parecer bastante mediano, el humilde hijo de un trapero que ejerció de comediante y acabaría los suyos en la guillotina- tenían un nombre asimismo vinculado a la naturaleza o los oficios del campo: animales, plantas, minerales o herramientas, pues no había dioses ni santos ni festividades sagradas en aquel hermoso y pintoresco intento de reordenar los ciclos.

Como se decía despectivamente de los cristianos en el ocaso del paganismo, quienes propusieron empezar a contar de cero eran hombres nacidos ayer, que por primera vez en la Historia decidieron plantar cara a los que se decían sus señores naturales para inaugurar, con qué conmovedora ingenuidad, una nueva era en la que tampoco habría patronos celestes. Pronto surgiría, sin embargo, la figura del tirano en forma de emperador todopoderoso que luego de servirse de la retórica revolucionaria abolió todos sus signos, entre ellos el joven calendario que había sustituido -algo más de una docena de años mantuvo su vigencia- al Gregoriano de toda la vida. Los miembros de la Convención eran idealistas -especie terrible- y dados a la grandilocuencia, pero cuando decidieron renombrar los días no pensaron en la Razón o en la Libertad, como solían en las ocasiones solemnes, sino en el cesto o el arado, el romero o la lavanda, la oca o el gusano de seda. El sueño adánico de la Revolución, que cambiaría Europa para siempre, se acogió de ese modo al viejo orden de los siglos, el de la esforzada vida agropecuaria que ya en la Antigüedad había sido propuesto como modelo armónico, pautado y perdurable. Aún la naciente industria no había alterado los paisajes urbanos. Aún las ciudades, incluso las capitales, eran poco más que villorrios atestados. Ignorantes de la modernidad venidera, los republicanos construyeron su utopía hacia atrás, como en un desvarío retrofuturista. Por eso el Calendario, con sus bellas estampas de sabor neoclásico, es también el canto de cisne de una cultura que ya no volvería a ser agraria.

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