La tribuna

MANUEL RUIZ ZAMORA

Rajoy se tiene que ir

LA democracia española se encuentra secuestrada en estos momentos por dos políticos periclitados incapaces de asumir que cada minuto que permanecen en sus cargos le están dando un aliento suplementario al futuro del populismo. La incomprensible pasividad de sus respectivos partidos es, por su puesto, cómplice principal de esta bochornosa situación en la que dos egos ínfimos están condicionando la necesidad ineludible de una regeneración en profundidad de nuestro sistema político. El líder socialista, embarcado en una desesperada y delirante huida hacia adelante con la esperanza de que un sillón en La Moncloa, aunque sea por tres días, legitime a cualquier precio su estrepitoso batatazo político, representa la reedición de un sectarismo visceral que prefiere entenderse con quienes no se esfuerzan en esconder sus deseos de dinamitar el orden constitucional que con aquellos sin los cuales cualquier acuerdo de reforma en profundidad quedará invalidado de principio. Por su parte, el líder del Partido Popular, aferrado a que el miedo al abismo de irresponsabilidad que representa un pacto de izquierdas le catapulte de nuevo a cuatro años más de tancredismo, no acaba de comprender que la nueva situación que se ha abierto tras las últimas elecciones ha marcado el principio del fin de su tiempo político.

El Presidente en funciones ha cumplido con lo único a lo que se ha dedicado en estos cuatro años últimos: la estabilización económica de un país que estaba a un paso del default. Los indicadores macroeconómicos han mejorado y la tendencia del paro se ha revertido, pero en todo los demás asuntos a los que se ha aplicado ha cosechado un fracaso sin paliativos. Gozando de la mayoría parlamentaria más amplia desde la instauración de la democracia ha derrochado semejante capital sin atreverse a afrontar ni una sola de las reformas que el país está pidiendo. Fracasó en la reforma de la justicia, con un patético Gallardón que se tuvo que marchar por la puerta de atrás. Fracasó estrepitosamente en la acuciante reforma educativa, con un ministro al que se le ha premiado su incompetencia y su bravuconería con una sinecura en París. Fracasó con su irritante inmovilismo frente a la crónica anunciada del desafío secesionista. Fracasó, en fin, en atajar de raíz la corrupción que azota como un vendaval recidivante la nave cada vez más escorada de su propio partido. Para acabar de rematar todos estos males, el discreto, por decirlo suavemente, resultado que ha obtenido en las últimas elecciones generales, consecuencia de un sentido de la política al que habría que calificar de pacato por no hacerlo de mezquino, le dejan al pairo de lo que quieran hacer otros partidos.

El panorama que se ha abierto tras los últimos comicios no es tan complejo como podría hacer creer la aparente fragmentación política que se ha instalado en el hemiciclo: por un lado, están aquellos que, conscientes de la anomalía histórica que significa la Constitución del 78 en un país que raramente ha conocido periodos prolongados de convivencia democrática, están obligados a retomar el clima de concordia y generosidad de la Transición para abordar las tareas de regeneración política e institucional que el país necesita. Por otro, los que quieren derribar el marco constitucional para instaurar de facto formas de imposición unilateral ya sea de corte populista o nacionalista. Los primeros componen una amplia mayoría, a falta de que el PSOE decida si quiere seguir representando la fuerza del progresismo institucional o convertirse en una terminal más o menos encubierta de las pretensiones de hegemonía podemitas. Quien, de entre estos, traicione el clamor mayoritario de un acuerdo nacional, lo pagará con la irrelevancia política.

Pues bien, para esta nueva etapa de reactivación y regeneración democrática Rajoy es ya lisa y llanamente un anacronismo. En primer lugar, por su actitud laxa ante la corrupción: alguien que se ha mostrado tan inoperante para combatir los fenómenos de corrupción sistémica que han asolado a su partido no puede liderar el imperativo radical de regeneración moral que el país está pidiendo a gritos. El último borboteo, por lo demás, de esa cloaca de latrocinio institucional en el que los sucesivos gobiernos del Partido Popular han convertido la Comunidad Valenciana resulta, ya por sí solo, lo suficientemente obsceno para que Rajoy se tenga que marchar. Pero lo invalidan también, para la nueva etapa, sus propias características como político. Entramos en un tiempo que demanda políticos de amplias miras: osados, ambiciosos, magnánimos, imaginativos. Al populismo y al nacionalismo se les combate con una ofensiva de medidas inteligentes, radicales y efectivas, y si hay algo que ha demostrado el actual Presidente es una aversión visceral por la política. Este país no puede perder más tiempo en un vuelo gallináceo de corte administrativo. Se buscan políticos: ¿queda por ahí alguno que no se haya ahogado en las aguas estancadas de sus propios partidos?

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