La tribuna

José Joaquín Castellón

No me hace falta creer en Dios

NO me hace falta creer en Dios para afirmar que una ley de plazos para el aborto significa tratar a fetos humanos de cinco o seis meses como un subproducto orgánico sin derechos, y sin ninguna consideración moral o jurídica. Si hasta las veinte o veinticuatro semanas de embarazo la única instancia que decide sobre la vida de ese embrión es la mujer embarazada, de facto, el feto se considera como una nulidad legal que sólo puede ser fruto de considerarlo una nulidad moral y real.

Una sociedad que se precia de moderna y progresista porque se da el poder de eliminar a los más débiles e indefensos, sin ninguna razón más que la propia voluntad subjetiva de otra persona, es una sociedad profundamente enferma. En la nación ahora de moda, China, la violencia contra las mujeres comienza en el propio seno materno, pues el aborto de fetos de sexo femenino multiplica por varios enteros a los aborto de fetos de sexo masculino.

No podremos repudiar una práctica que valora de forma tan machista a los "bebés no nacidos", porque para nosotros esos bebés ya no tendrían ninguna consideración moral ni legal, al pairo de la voluntad arbitraria de una mujer en un momento muy difícil de su vida, y teniendo que soportar muchas presiones externas. El eslogan de "nosotras parimos, nosotras decidimos", me parece aberrante, y una justificación burda de la violación de los derechos humanos fundamentales del más débil.

Es profundamente inhumana una sociedad en la que los niños y niñas con síndrome de Down están desapareciendo, no porque no se engendren, sino porque se eliminan a varios meses de gestación. No me parece una sociedad más humana la que elimina indiscriminadamente, aunque sea en el vientre de su madre, a los discapacitados físicos o psíquicos.

Algunos médicos, psicólogos y trabajadores sociales han confundido la posibilidad de abortar en situaciones difíciles de las madres con un método anticonceptivo más. Saltándose toda reserva ética básica, han llegado a presionar a algunas jóvenes para que abortaran porque eran pobres y vivían en un barrio marginal. Cuidar la vida es siempre más costoso y lento que eliminarla; por eso la Ley de la Dependencia sigue sin implantarse, mientras que si se aprueba la ley de plazos del aborto no faltarán fondos para pagar a las clínicas privadas abortistas.

Una ley de plazos es sustancialmente distinta a una ley de despenalización. La segunda no priva de personalidad jurídica al feto poniéndolo en manos de la que lo engendró, como una cosa a su plena disposición. Considera, como así es, que hay circunstancias tan difíciles en la vida de las personas que hacen que no se les pueda exigir legalmente un comportamiento normal como es el de acoger la vida humana engendrada. Una ley de despenalización sigue considerando "al que va a nacer" como un ser con derechos, como una persona con dignidad. Una ley de plazos considera "al que va a nacer" como un objeto impersonal, con un valor que depende de la subjetividad de un individuo concreto.

En España se ha abusado de la ley de despenalización del aborto. Y ese abuso es signo de la profunda quiebra ética que vivimos y que se manifiesta en muchos aspectos de nuestra convivencia. Sin embargo, queda mucha humanidad en las familias de nuestros pueblos y barrios. Hay muchas parejas, muchas mujeres, que, desde sus convicciones personales, apostaron por la vida de sus hijos a pesar que les comunicaron los potenciales peligros que tenían, a pesar de ser conscientes de las dificultades con que iban a encontrarse. Mi amigo Rafael, que cuida a sus dos niñas; la mayor de ellas será siempre su niña porque es "down". O mi amiga María del Carmen que, al contemplar a su hijo tan sano y tan fuerte, recuerda como un mal sueño los malos presagios de los médicos.

Hay muchas familias que valoran la vida como un don, como una tarea y un regalo. Nunca va a ser fácil criar a un chiquillo. Nunca va a ser fácil meramente vivir con dignidad, ante muchos problemas y dificultades que nos plantea nuestra existencia. Quizás pueda parecer más fácil hacer desaparecer los problemas como si nada hubiera pasado, pero eso nunca ocurre. Todo lo hecho queda. Queda, con su poso de humanidad y dignidad; o con sus abrojos de deshumanización e injusticia.

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