NO hay que ser un lince para darse cuenta de los momentos difíciles por los que atraviesa esa nación de cuyo nombre algunos no quieren acordarse y se refieren a ella con el eufemismo este país, con tal de no decir España. Siempre entendí que el término las Españas se refería a los territorios de ultramar, pero ahora veo que no hay que salir de la península para ser consciente de la existencia de varias Españas. Si crecí bajo el lema de una, grande y libre, tengo la impresión de vivir en varias, mediocres y manipuladas.

Son muchos los que no distinguen entre país, nación y estado. Les remito directamente al diccionario. Si admitimos que el nacionalismo, el provincianismo y otras antiguallas se curan viajando deberían ser un problema resuelto, sobre todo ahora que la gente viaja tanto y los aeropuertos están llenos de gentes. Pero ni eso es ya válido. La gente viaja mucho, pero no aprende. Van de un lado para otro, pero no observan. No abundan los viajeros, sino los turistas, que no es lo mismo.

Basta viajar un poco con ojos avizores para ser conscientes de que las Españas no forman parte de una idea común. Viajar por Cataluña, por el país Vasco, por Galicia o por Navarra es como hacerlo por Bélgica o la Pomerania. Si usted hereda en Madrid, lo que habrá de pagar nada tiene que ver si lo hace en Andalucía. Si usted oposita en una determinada autonomía, las condiciones no se parecerán en nada a si lo hace en otra. Volviendo al diccionario, el de la RAE nos dice que una nación es el conjunto de habitantes de un país regido por el mismo gobierno. Si esto es así, no hay duda de que no somos lo mismo unos que otros, ni estamos sujetos a las mismas condiciones.

Por ello, no debe resultar extraño que sea difícil ver una bandera española en muchas partes del territorio, que el himno nacional sea pitado en la misma capital y ante las mismísimas barbas del jefe del Estado o que los símbolos nacionales sean confundidos con determinadas facciones de la población que a su vez creen ser los auténticamente validados para ello. La historia nos demuestra que un país en guerra civil va a la debacle y hasta el mismo evangelio, cuando habla de los demonios, da constancia de ello. El proyecto de nación que surgió de la sobrevalorada Transición nos ha llevado a un río revuelto en el que todos intentan pescar. ¡Pobre España! Parece un árbol caído del que todos quieren hacer leña.

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