La Recachita

nacho / artacho

Lo sólido y lo líquido

DE algunas lecturas uno sale con esa boca pastosa que dejan la culpa y las pesadillas. Haga la prueba: ataque un centenar de páginas de Ensayo sobre la ceguera y acabará pidiéndole a la ONU, a la FAO, a la FIFA o a quien corresponda que eliminen su nombre del censo de la población mundial. Otras, en cambio, provocan en nosotros efectos anfetamínicos: con el punto y final, nos lanzamos al barrio creyendo en la posible salvación de las ballenas y en la paz inmediata entre palestinos e israelíes, acariciamos las cabecitas de los bebés y cruzamos la calle a todos los ancianos (incluso a aquellos que se resisten a hacerlo y perseveran en morirse al sol). Quienes hayan seguido los días milaneses de Salvatore Roncone en La sonrisa etrusca saben de lo que hablo. De ciertos libros, finalmente, se regresa como de un combate con Joe Frazier: sonado de por vida y agradecido por poder contarla.

Por motivos con los que no quiero cansarles, he tenido que atravesar dos veces el país en menos de una semana. Aún arrastro las secuelas de la paliza: un considerable dolor en las posaderas y un deseo urgente de emigrar. Esta España nuestra que todavía no sabe lo que es -si una o diecisiete, si la cabra en el campanario o el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas- ha conseguido ponerse de acuerdo para ofrecerle al viajero el mismo librito de postales pornográficas, ese para cuya composición sólo se precisan un secarral, algunas urbanizaciones abandonadas y 25 rotondas que las conecten a la autovía más próxima.

Como quien reconstruye la escena de un crimen, al llegar a casa he vuelto a Todo lo que era sólido, el descorazonador ensayo de Muñoz Molina por el que desfilan aquellos fulanos que durante dos décadas poblaron de grúas el aire e hicieron del cemento una vocación. Inocente de mí, pensaba que esta vez conseguiría acabar la lectura con la mandíbula intacta. Y aquí me tienen, babeando la lona y esperando la cuenta de diez.

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