Por montera

mariló / montero

La cigarrera de 'New York'

MIENTRAS aspiraba el humo del cigarrillo, mantenía perdida la mirada en una de las grandes losas de piedra de la avenida de Broadway, en el Soho de New York. Ajena a los malhumorados automóviles cuya incontinencia sonora hace que sus cláxones sean una voz imprescindible de la ciudad, disfrutaba, en silencio, del pecado de fumar. De un acto milenario cuya historia ha ahumado las culturas de todos los mundos y seres de las distintas sociedades. Pero, en esto, ella no vivía absorta. Sólo se regocijaba en la breve consumición del mal, para su bien. Necesitaba un break, romper su larga mañana de trabajo por lo que salió a tomar el aire. Esto ya es una contrariedad desde que está prohibido fumar en los interiores, puesto que al salir a la calle a respirar aire puro lo que se inspira es el humo del tabaco de los adictos que ni tan siquiera se alejan de las puertas de los edificios. Antes, el aire de la calle no es que fuese puro o, mejor dicho, pareciera menos contaminado, lo que ahora sucede es que se ha perdido el efecto de poder sentir la sensación de "salir a la calle a tomar aire fresco". Igual daba. Seguía descontando los pocos minutos de su descanso, antes de retornar a sus obligaciones, cuando de pronto una mano sosteniendo un dólar se interpuso entre la losa y sus ojos. Un joven apuesto le ofreció un billete por uno de sus cigarrillos. Toda una novedad, sin duda para ella, donde el sistema cultural español, de donde procede, es mucho mas directo: se pide un cigarrillo cuando uno se queda sin tabaco. Así pues, ésta es la moda del siglo XXI. Se compran cigarrillos entre las personas, en la calle, en los bares… Fue el tema de conversación con aquel joven con quien compartió un cigarrillo, gratis. La curiosidad por esa novedosa costumbre, al parecer muy asentada en NY, les llevó a emprender una de esas amistades americanas: intensas como amigos íntimos y con quien, difícilmente, te vuelves a cruzar. Esto la llevó al romanticismo de aquellas cigarreras, "elaborantes", de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla que con primor elaboraban cada uno de los cilindros del placer, para una elegante unión social. Marchó cavilando, pero no como Rosita La Cigarrera, quién orgullosa dejó pasar la oportunidad de un noviazgo con un mozo, por ser barrendero, aunque éste pretendía un buen porvenir. Sino por lo que dijo Enric González en su libro Historias de Nueva York: "Dicen que cuando en Nueva York son las tres de la tarde, en Europa son las nueve de diez años antes".

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