Lunes Santo

Redención y escaparate

  • En la Semana Santa no sólo gana proyección la Málaga más espléndida y turística: la castigada, olvidada y abocada a la ruina se filtra también en los paisajes de una Pasión pegada al suelo.

SALÍA ayer María de la O en la calle Frailes, vitoreada por los suyos, ganado el asfalto al calor del Himno de Andalucía, cuando justo en este instante, en Cobertizo del Conde, un hombre menudo, muy moreno (en clara competencia con el Señor de la Columna, al que antes había aclamado como tal la legión encaramada en la esquina con Cruz Verde, "¡Viva el Moreno!", donde una minimantilla que apenas se mantenía en pie se esforzaba por subir a hombros propios y ajenos para no perder detalle), con un polo rojo lleno de lamparones, deambular siseante y lata de Victoria en la mano izquierda, pregonaba, con la voz rota y flemática, casi para sus adentros, "Viva el Cristo de los Gitanos". Y nadie secundó con un "Viva", como correspondía. La experiencia de meterse en esta calle y percibir desde aquí los sonidos de las bandas, el gentío, el proverbial griterío y la marimorena que acontecían aún en Frailes, antes de que la procesión tomase completa la curva en Mariblanca, a apenas diez metros, resultaba altamente ilustrativa. En esta paralela, atajo para algunas familias que querían darse prisa para llegar a los Mártires a la salida de Pasión, los contenedores aparecían rebosantes de basura para alegría de los gatos remodelados a mordiscos. En los solares se amontonaban más escombros, sedimentados desde las ruinas circundantes. El arcén se extendía repleto de todo tipo de restos orgánicos, mientras que el tendido eléctrico amenazaba con venirse abajo y catapultar todos los incendios. Así es el Lunes Santo en Málaga: a apenas tres pasos de distancia el esplendor y la miseria, la estampa y el agujero, el altar y la cloaca. Lo mejor de todo es el modo en que la Pasión proyecta lo uno y lo otro, casi sin distinciones, porque hay que atravesar el infierno, como hiciera Dante guiado por Virgilio, para llegar al cielo. El hombre de la lata hizo el amago de torcer a la izquierda llegado a la Cruz Verde para husmear en el avance del cortejo, pero reparó ante la avalancha que se le venía encima y optó por la derecha para perderse por la calle Los Negros, donde poco antes el Cristo de la Crucifixión había descendido en gesto de desolación, como si ciertamente el Padre le hubiese abandonado. En ambos desfiles, el público congregado, que apenas dejaba aire limpio en estas entrañas de la ciudad, venía a ser el mismo: abuelas de batilla estampada y sofoco en taburete, canis con llamamientos a la borrachera pintadas en la camiseta y corte de pelo a lo Cristiano Ronaldo, yolis quinceañeras de minifalda imposible, moño tieso como una fuente y maquillaje excesivo (más de una con un niño en brazos: hay lugares donde se crece muy rápido, ya sea cuesta arriba o cuesta abajo), coleccionistas de momentos armados de toda suerte de móviles, cámaras y pértigas, gitanos repletos de colorao y sombrerito y capillitas de pro con gomina en el pelo y escudo en el jersey. Entre carnicerías halal, bares de eterna partida de dominó y sentidas expresiones de fe (en la esquina con Mariblanca, una mujer se peleaba con quien fuese para poder tocar los tronos por encima de las cabezas de los portadores y persignarse luego con la punta del mismo dedo, acaso impregnada de cierta magia inexplicable, polvo de hadas), las imágenes surcaron la templada cadencia que fue lunes desde este breve enclave habitualmente olvidado por la municipalidad, más atenta a otros escaparates. Pero sí, hasta las esquinas en las que Málaga menos se quiere, las mismas en que, dolorosamente, resiste un posible hálito de primogenitura no traicionada ni vendida por un plato de lentejas, tienen en Semana Santa su particular redención.

¿Quién, si no, se mete en la trinitaria calle Carril cualquier otro día del año en su sano juicio? Sin embargo, ayer había que venir aquí a ver el Cautivo. Media hora antes de su salida, cuando en los bordillos de la calle Mármoles ya no cabían más cáscaras de pipas, las aceras de esta estrecha arteria se exhibían igual de repletas con signos de declaración de independencia. Una mujer antigua, con el peno cano recogido en un elemental roete, enlutada hasta las cejas y surcada de arrugas en su rostro diminuto, esperaba sentada en una silla de oficina, justo frente a uno de los muchos solares empleados como aparcamientos clandestinos. En la otra acera, casi a la misma altura, se podía comprar en el ambigú de Marola un sanwi francés y una lata por 2,50 euros, pero un tipo avispado con bigote fino y flequillo impostado iba haciendo la competencia pregonando barquillos de canela hasta poco antes de que bajara la Cruz Guía. Y por aquí, por aquí mismo, muy poco después, el Cautivo y la Virgen de la Trinidad, alzados en su marea blanca de imponente silencio, hasta qué hondura puede callar una ciudad entera cuando tantos gritos quedan pendientes, convocaban lágrimas, besos, derrotas y ascensiones a su paso. De nuevo la Málaga oculta, la vencida en todas las guerras y excluida de cualquier plan de saneamiento, se convertía en protagonista para admiración de tantos: en la calle Jara, a la misma hora, un tipo casi tumbado en el suelo, con camiseta de Messi y otra cerveza en la mano, balbuceaba, cual profeta nietzscheano recién salido de la cárcel de Guantánamo, como advirtiendo a los transeúntes contra las vanas ilusiones, que Dios no existe. En la calle Trinidad, tras la iglesia de San Pablo, los solares se perdían en su decadencia vergonzosa, mientras una mujer de mantilla corría para alcanzar su puesto antes de que la procesión echara a andar. En la calle Pizarro, un matrimonio y su hija se metían en su corralón con gesto de circunstancia, como si no quisieran tener nada que ver con tan abultada ceremonia. Otros canis de pantorrillas tatuadas trapicheaban en otra esquina, pero para que el aroma a joint se confundiera con el de incienso había que internarse en el Llano de la Trinidad, ya en la otra acera del mundo. Por todas partes correteaban niños, ajenos a las manos de sus padres. De nuevo en Mármoles, el Dia hacía su agosto a base de frutos secos, golosinas y refrescos suministrados a quienes desde las tres de la tarde habían guardado su puesto en la acera, con sillas de playa o con las butacas del salón, amarradas a las señales de tráfico como animales que quisieran emprender la huida. Había estandartes del Cautivo en las fachadas más insospechadas, y el Istambul de la esquina, ya junto al río, repartía shawarmas para que no todo fueran papas asadas. La Pasión de Cristo es aquí una feria silente, un milagro en permanente equilibrio entre el exceso y el recogimiento: un perfecto y tragicómico artilugio barroco. Mientras la procesión alcanzaba el Puente de la Aurora, cortado el acceso al puente de Santo Domingo (llamadoDe la Trinidad) para evitar el derramamiento de peligrosas turbamultas, rotas algunas maderas del firme, más cerca del centro, en la puerta del Museo Carmen Thyssen, un hombre con pinta de rockero trasnochado, camiseta de Silvio, vaqueros raídos y gafas de Lennon con las patillas quebradas, vendía las "cervezas fresquitas" que llevaba en un cubo sobre los hombros: su particular Dolorosa para sacarse unos cuartos.

Más multitudes, en un ambiente muy distinto, se concentraban en la calle Alcazabilla a la salida de Estudiantes. Era aquí otra Málaga la que retaba a la caída del sol, la más turística y ordenada. A los sones del Gaudeamus Igitur se apuntaron numerosos guiris de cantimplora hermética, gorra de paño y tarrinita de helado, que comentaban en franchute la jugada como si asistiesen a la disección de una paloma en una mesa de operaciones. También la familia del baloncesto malagueño se apostaba frente al monumento en recuerdo de Ángeles Rubio-Argüelles, así como nostálgicos del birrete y promotores del rancio abolengo (casi no había solapa sin escudo). La calle Císter fue ayer un cruce de sentidos, con Estudiantes en busca de Duque de la Victoria poco después de la bellísima salida de Pasión de la Catedral, que en su salida había dejado la Plaza de los Mártires cuajada de almas mientras en la Casa Invisible, a apenas un paso, el contubernio se quedaba en café con leche y torrijas caseras en contra del capital. En el apogeo de la Trinidad, el Perchel tuvo su apogeo puesto en Dolores del Puente, con Santo Domingo resuelto en rigurosos matices negros para el Cristo del Perdón. Una mujer tocada con el hiyab se abría paso por el Puente de la Esperanza, a duras penas, antes de quedarse mirando unos instantes a la procesión. A veces, toda la tradición, vivida como el reencuentro de una ciudad consigo misma, es percibida como una frontera. Tal vez resulte necesaria la muerte de más Cristos para que sea más lo que nos une.

Había que volver al Señor de la Columna, en el tiempo y en el espacio, hasta la Tribuna de los Pobres, donde la Malagueña acunó al Mesías castigado por su incomprendida insurrección. Un festival de palmas, cantes, tanguillos, limones cascarúos, cervezas, altramuces y medias noches de jamón repartidas en bandejas de cartón recibía al condenado. Así de satisfecho muere Dios en Málaga. Alguien barrerá después.

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