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Alberto González Troyano

Una sentencia no nos salvará

La sentencia del Tribunal Constitucional puede satisfacer a los que encuentren en ella un apoyo para la continuidad formal de la fiesta de toros en Cataluña, lo cual también supone darle un respaldo simbólico en el resto de España. La decisión contrarresta así, jurídicamente, una medida nacionalista que tuvo la doble intención de recubrir con un cierto aire de modernidad animalista un movimiento político bastante rancio de ideas y, la vez, mostrar su distanciamiento con una muy enraizada tradición española. No hay que olvidar que el secesionismo se alimenta del rencor, y cuanto más negativa pinten la imagen del supuesto e inventado enemigo más idealizan la suya. Promover la abolición de la tauromaquia fue, pues, una manera de marcar territorios y pulsar la reacción exterior en un asunto en el que la batalla interior ya la tenían ganada. Porque sabían muy bien que, puertas adentro, la resistencia iba a ser minoritaria.

Esta sentencia no deja de ser también una contramedida que sirve de aviso para los que quieren convertir sus tierras en campos de experimentación, pero, ante las dificultades para acometer verdaderas reformas sociales, se empeñan, como sucedáneo, en arbitrarle a la gente qué deben y no deben hacer en sus diversiones cotidianas. Abrigados bajo sus banderas, no hay clerigalla nacionalista que no pretenda ordenar a sus feligreses lo que pueden y no pueden cantar, bailar e incluso beber.

Con todo, si bien esta sentencia presta un buen servicio y esperemos que paralice futuras iniciativas similares, también cabe temer una complacencia excesiva por parte del estamento taurino, es decir, por los que viven y se benefician del negocio del toro. Estos llevan ya muchos años convencidos y queriendo también convencer a los demás de que, ante la mortecina situación que atraviesa la Fiesta, todo el mal procede de a un "enemigo exterior" (animalistas, abolicionistas y compañía). Se han desentendido así de cualquier responsabilidad, evitando preguntarse si a este triste estado no nos habrán abocado ellos. No es fácil que lo hagan, pero quizás los taurinos deberían reflexionar si no ha llegado el momento, con el viento en popa de esta sentencia, de acometer algunas medidas, nada revolucionarias: basta con mirar hacía atrás y volver a los tiempos, no tan lejanos, en que solían lidiarse toros bravos e íntegros en los ruedos. Porque de no ser así puede que la próxima prohibición no la dicte un parlamento, sino el tendido. Y el público, poco a poco, deje desiertas, o casi (sólo con turistas), las plazas. Y eso, ninguna sentencia lo remedia.

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