Crítica 'Un cerdo en Gaza'

Vacas, vaquillas o cerdos como símbolos pacifistas

Un cerdo en Gaza. Comedia, Alemania/Bélgica/ Francia, 2011, 98 min. Dirección y guión: Sylvain Estibal. Fotografía: Romain Winding. Intérpretes: Sasson Gabai, Baya Belal, Myriam Tekaïa, Gassan Abbas.

Un formidable cómico iraquí nacionalizado israelí interpreta una fábula sobre la tragedia de Gaza con un apunte final sobre la reconciliación entre palestinos e israelíes, escrita y dirigida por un debutante realizador francés de origen uruguayo y una producción en la que participan Francia, Alemania y Bélgica -una especie de ONU fílmica en la que intervienen hasta seis países- tenía todas las posibilidades de convertirse en un soso e indigesto pudding global. Y sin embargo esta modesta comedia es todo lo contrario: una obra muy personal escrita y dirigida con control y talento por parte del debutante Sylvain Estibal, merecido premio César a la mejor ópera prima; e interpretada con auténtico genio cómico por Sasson Gabai. Una maravillosa sorpresa que llega con dos años de retraso y deben apoyar dándose prisa en verla antes que desaparezca de la cartelera.

Un pobre pescador palestino atrapa entre sus redes casi siempre vacías de peces a un orondo cerdo vietnamita que debe haberse caído de algún barco. Un regalo del cielo. Salvo que el Cielo islámico prohíba siquiera tocar un cerdo. Porque el pescador, además de sufrir las terribles condiciones de vida que se dan en la franja de Gaza a causa del conflicto palestino-israelí, padece la dureza de las leyes islamistas aplicadas con rigor fundamentalista. ¿Cómo sacar provecho de su hallazgo sin ser sentenciado por los imanes?

Sobre esta anécdota tan simple como imaginativa y eficaz se construye esta comedia sobre la que reina esa rara mezcla entre Chaplin -hasta con sus zapatos sin suela- y Mel Brooks, con un toque de Nino Manfredi, que es Sasson Gabai. Pero sería injusto decir que su talento salva a la película o la redime de la mínima anécdota que pone en marcha la trama. El desarrollo del guión es espléndido, con una sucesión de episodios llenos del mejor y más imaginativo sentido de la comedia. Todo episodio nuclear de los intentos por vender el cerdo -que el pobre pescador no puede ni tocar sin incurrir en una transgresión fuertemente castigada- a los israelíes es un hallazgo; incluido el tráfico de ciertos fluidos porcinos a la trabajadora de un kibutz, que logra sortear con gracia el escollo de lo grosero. Los diálogos son brillantes. Los personajes secundarios, como el predicador fundamentalista del que se dice con admiración que se ha formado en Inglaterra, son estupendas caricaturas. La ligereza de la trama no ofende la gravedad del conflicto del que trata. Incluso cuando se adentra por los resbaladizos terrenos del terrorismo. El retrato tragicómico del desgraciado suscita en nosotros ecos no solo chaplinianos, sino neorrealistas. Y el recuerdo de clásicos de la reconciliación entre enemigos con bichos como pretexto, recuérdense La vaca y el prisionero de Verneuil o La vaquilla de Berlanga.

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