El alcalde de Cádiz se vio forzado esta semana a jurar en arameo que él no reconoce la república catalana. Por lo visto ya no piensa igual que los anticapitalistas que le auparon al poder. Como ya ocurrió con la polémica sobre la negociación con Arabia para construir las corbetas en los astilleros, o cuando frenó en seco a Pablo Iglesias, que pretendía celebrar en Cádiz una asamblea de cargos públicos a favor de un referéndum pactado en Cataluña, José María González se vio forzado a sofocar el fuego amigo ante el temor a perder crédito frente al electorado. No es la primera vez que se evidencia que una cosa es gobernar y otra practicar el activismo desde la oposición. Y que Podemos, más que un partido al uso, es una suerte de confluencias con mucho por andar antes de parecer una organización seria.

Una de las aficiones preferidas de la izquierda radical consiste en pasarlo en grande cuando la cosa se pone fea. Nadie le tose en el terreno abonado a la crispación. Cuando la crisis aparece, los podemitas siempre están dispuestos a tensar la cuerda con un tuit punzante, las gargantas prestas a gritar y los sentidos puestos en el debate acalorado. Es como si una alegría nihilista les arrastrara -como a los independentistas- y les anulara la capacidad de mantener el equilibrio y la razón, en función de la gravedad del asunto. Pero la diversidad de opiniones, sin duda tan saludable, y su capacidad para reaccionar, antes incluso de que los hechos se produzcan, en el fondo, han de ser lo anecdótico. Lo que distingue al político es su determinación para aprobar normas y leyes que beneficien a la ciudadanía. Podemos ha dicho que no al artículo 155 y que no a la independencia. Lo que no dice es cómo salir de este callejón sin salida. A día de hoy nadie sabe lo que piensa, en realidad. Los anticapitalistas actúan como si a la clase dirigente se le midiera antes por su capacidad de amplificar su voz que por su utilidad para servir al pueblo: inútil buscar ideas. Es cierto que en el conflicto catalán hay que tener muchísimo cuidado con no herir el sentimiento catalán. Tampoco ayuda la disparidad de criterios judiciales. El ingreso en prisión de nueve ex dirigentes del Govern es de una gravedad política sin comparación en nuestra joven democracia, lo que presenta un futuro incierto. Pero dicho esto, ¿qué opina la izquierda radical sobre los posibles delitos cometidos por los independentista? ¿Hubo sedición o una simple perturbación del orden? ¿Y de la persecución casi obsesiva de todo lo español que se practica en Cataluña? Podemos olvida que con sus silencios respalda los argumentos de la derecha más reaccionaria de Cataluña. Y conste que las ideas de los independentistas son respetables. Lo que no se entiende es que hayan puesto su futuro en manos de un payaso y que Podemos le haga compás por alegrías.

Con su indefinición, la dirección de Podemos obliga a los suyos, empezando por el alcalde, a pronunciarse sobre la declaración de independencia. Y González, falto de elementos de juicio, se agarra a lugares comunes para salir del paso mientras los anticapitalistas saludan la nueva república, Ada Colau reconoce como "legítimo" al Govern y Pablo Iglesias se avergüenza de su país. Ele. Es el mismo Iglesias que dice contar con todos, pero que le corta la cabeza al primero que le discute. Si la nueva izquierda gozara de sentido de la responsabilidad y realizara el trabajo que esperan los indignados cansados de la corrupción y el deterioro de las instituciones, en lugar de alentar la confrontación con sus excesos , Podemos no estaría hoy tan alejado del Gobierno. El alcalde medita sobre todo ello por temor a que le pase una factura que empieza a ser elevada.

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