El espíritu de los cuentos de hadas suele ser inocente y la mayoría pretende dejar una enseñanza moral. Desde pequeños, su lectura contagia la ilusión de creer en las hadas y los elfos con el mismo afán con que creemos en los Reyes Magos. Y de mayores, nos gustaría seguir creyendo, aunque sepamos que no existen los gnomos y que La Cenicienta no era más que un cuento. A los adultos también nos fascina pensar en ideales tan extraordinarios como que la paz mundial es posible y que somos los dueños de nuestro propio destino. Quizá por ello, cuando la clase dirigente prometió, hace lustros, que los vecinos decidirían cómo se gasta su dinero, algunos -no todos- saltaron de alegría. Hasta entonces, cada cual cedía una parte de su dinero a la clase dirigente para que se la gastara como quisiera, sin necesidad de consultar a nadie. Sólo una minoría se preocupaba por cómo pensaba hacerlo, hasta que alguien se inventó el cuento de la participación con la idea de que nuestra opinión contaría, porque al fin y al cabo nuestra ciudad no era más que la extensión de nuestro cuarto de estar.

La sociedad no tiene tiempo ni ganas para acudir a las reuniones del bloque en las que deciden cuatro, y menos aún para implicarse en la gestión de los recursos de todos. Pero Por Cádiz Sí Se Puede, como otras muchas formaciones antes, se empeñó en presentar un programa de fábula. Sus líderes, desde una realidad paralela, proclamaron como auténticos visionarios que eran conscientes de la creciente demanda de participación ciudadana. La gente quería controlar la labor de los políticos mucho más de cerca y tener más presencia en la toma de decisiones. Había llegado la hora de devolver el Ayuntamiento a la ciudadanía. Eso de que las élites políticas, en connivencia con el poder económico y de tapadillo, hicieran y deshicieran a su antojo, se acabó. La corrupción y la sensación de que la ley no era igual para todos estaban ligadas a las limitaciones democráticas. En Cádiz las demandas ciudadanas eran además más urgentes que en ninguna parte, ante la sensación generalizada de que la ciudad se apagaba sin que el Ayuntamiento supiera qué hacer. Por todo ello los partidos emergentes, conscientes del momento histórico, diseñaron nuevos mecanismos para someter su gestión al escrutinio ciudadano. Nada podía fallar.

La política sería una ilusión compartida. Y la apertura democrática estaba garantizada con la llegada de Podemos al poder. Se combinarían fórmulas de participación con la rendición de cuentas, se acabarían las subvenciones opacas, las contrataciones de colegas y el amiguismo en el uso de fondos públicos. Nacía la transparencia, el 15-M en estado puro. Conste que la gente no pidió más responsabilidades -bastante tiene con ir a votar- pero ahora tendría que decidir el destino de sus impuestos por decreto. Y eso que el personal sólo pide que las fuentes echen agua, que su calle esté limpia, que la farola funcione, el autobús en la puerta y la Policía dando vueltas. Pero la nueva política se vino arriba y, a falta de grandes inversiones, nos consoló prometiendo que la ciudadanía velaría por sus impuestos. Algunos vecinos se lo tomaron en serio y cogieron hasta la calculadora. Pero entonces llegó David Navarro y entonó el mea culpa, este miércoles, tras admitir que los presupuestos no contarán con proceso participativo de ninguna clase, porque no hay tiempo que perder. Tras poner fin al cuento, el delegado de Economía recordó a esos personajes de novelas que despiertan un buen día sin saber quiénes son en realidad. Y los más inocentes se sintieron como el día que les contaron, en su niñez, durante el recreo, que los Reyes son los padres. Es lo que tienen los cuentos de hadas.

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